Barcelona
Aprendí a quererte
igual que lo hice en mi propia ciudad, paseando tus calles. Reconozco que las
primeras veces solo te percibí como un sitio ajeno, grande, lleno de gente que
iba de aquí para allá, a sus cosas, hasta aquel verano…
No importó la humedad que
se adentraba desde el mar por las viejas callejas del Born, del Barrio Gótico,
del Raval, fuimos descubriendo tus tabernas entre vermú y vermú y ya, de noche, vivimos la tormenta que bajaba desde
el Tibidabo hacia Sarriá. Rompiendo el negro suave de la noche de verano con
sus líneas rojas quebradas, zigzagueando sobre nuestro deseo.
Nos gustaba sentir la
lluvia, fuerte, de gotas gruesas, repiquetear en el alféizar de la ventana del
dormitorio. Acompasamos nuestros cuerpos al ritmo de la tempesta y terminamos a la
vez que un trueno que pareció partir en dos el firmamento.
El fresco aire que
entraba por la ventana olía a tierra húmeda y tejas mojadas, tu pelo se
desparramaba por la almohada y apenas se notaba tu relajada respiración, tan
sigilosa como las leves pisadas del gato por el pasillo.
Deambulamos por las
calles del barrio, pequeñas casas que hacían pensar en privados patios
interiores, plazas recoletas donde buscábamos la sombra de los árboles. Una
terraza a mediodía nos invitaba a sentarnos y compartir unas cervezas, a pesar
del calor que ya se apoderaba de todo. Luego buscaríamos de nuevo el refugio
del cuarto en penumbra, de las blancas sábanas frescas.
Las luces del puerto me
hacían evocar el vaivén del agua bajo los cascos de los barcos. Giramos la
esquina de una calle detrás de Santa María del Mar. La luz del local se
proyectaba como el haz de un faro focalizado por la puerta, a la calle más
oscura, como marinos errantes nos acogimos a la seguridad de su puerto, nos
refugiamos en las tablas de sus mesas, sillas, barricas, y compartimos el vino
y la conversación, la luz de tu sonrisa y el brillo de tus ojos al mirarme.
Andando por las calles
de mi ciudad, sin ruta preconcebida, en paredes relucientes de cal, aceras salpicadas
de naranjos, me até para siempre a sus muros, a los alcorques llenos en
primavera de azahar caído, tras dar su efímero regalo aromático, sin esperar
nada a cambio. Tú eres diferente, como otra mujer, con curvas dibujadas de otra
manera, con una textura de piel distinta, con un perfume nuevo para mí, y
también te quise y quise apurar tus anchas avenidas y las cuestas de tu parte
alta, adentrarme en tu verdadero yo, lejos de las calles de turistas, y lo hice
porque tú me llevaste.
Aquel verano, la ciudad
y la mujer eran una, por eso les hablo a las dos a la vez, confundiéndolas, en
el mismo amor, sin ella no hubiese amado, no, mejor, no amaría la ciudad como
la amo, porque es donde ella duerme, son las aceras por donde ella camina, los
mercados donde ella compra.
El avión se adentra en
el mar nada más despegar, para luego, en una amplía curva, volver hacia tierra
firme, allí abajo las luces de los barcos, de la ciudad, de los coches que
circulan hacia todas partes, se empequeñecen y compactan. Allí está ella, nos
acabamos de abrazar en el aeropuerto, miraba, en la cola del embarque, como se
empinaba sobre las puntas de los pies besados, para apurar la despedida, de
repente, entre tanta gente, solo ella quedó de color, todo lo demás se volvió
blanco y negro.
Javier Compás
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