El que nunca muere


Nunca quise ser inmortal, me refiero a la inmortalidad en este mundo que conocemos. Nací católico y, aunque mi fe ha flaqueado a lo largo del tiempo, para mi cultura la inmortalidad deseada es la espiritual. La muerte es un tránsito momentáneamente más o menos desagradable que, de haber llevado una vida regularmente honesta, nos conducirá a un estatus más elevado de nuestra alma, más cerca de Dios, el reencuentro con las personas amadas que transitaron por el mundo antes que nosotros.
La inmortalidad de la carne terrenal supone asistir al deterioro de los cuerpos amados, al fallecimiento sucesivo de todas las personas queridas, de todas las personas. Si este tipo de inmortalidad existe, sería seguramente una prueba sólida de la inexistencia del Dios bíblico. ¿Por qué iba a conceder Dios a una persona en concreto ese, supuesto, don que contradice su plan para la Humanidad?

Mi más que segura inmortalidad es una prueba viviente de que probablemente Dios no existe, de que soy una mutación extraña de la Naturaleza, una casualidad más, o una anticipación, de la cadena evolutiva del Hombre. Así que, al desconcierto que suscita el hecho en sí, se añade la incertidumbre de ¿Quién o Qué? ha “creado” mi inmortalidad terrena.
Ahora, cientos de años después de mi nacimiento, solo y ermitaño en esta isla rodeada de apacibles mares de color turquesa, espero el advenimiento final del destino de la Tierra y, por tanto, de mi propio destino, pero por si alguien queda después de lo que se avecina, pues ya todo se puede esperar, dejo estas páginas contando mi historia sin saber si en el mundo existe o ha existido, otra persona en mis circunstancias.
Nací en un pueblo de la vieja Castilla en pleno siglo XVI, por tanto, mi carácter se forjó en la ascética espiritualidad de la España de la Contrarreforma, con una estricta educación cristiana, en un entorno de hidalgos ibéricos cuya estirpe se forjó en la lucha contra los musulmanes y en intrépidas aventuras en el Nuevo Mundo, América. Nací en casa blasonada, de recios muros de piedra y no menos recias convicciones.
Como caballero de familia hacendada tuve la oportunidad de estudiar en Salamanca y casar con dama de alta alcurnia y tener vigorosos hijos que lucharon, y algunos murieron, por España y su Imperio, en campos de batalla de medio mundo. Fuimos recompensados por su Majestad mi señor Felipe II, pero esa no fue más que mi primera familia. Porque a pesar del dolor que supone ver morir a los tuyos, en mi errante vida por multitud de países para ocultar mi condición inmortal, no fue hasta después de sufrir la perdida de tres mujeres, a las que amé profundamente y de once hijos, también muertos, que decidí por fin desistir de crear ninguna familia más.

Establecido en la Corte al servicio de mi señor el Emperador Carlos, partí cierto día en misión diplomática a Roma. Nuestro barco zarpó una luminosa mañana de abril desde el puerto de Barcelona. Tras hacer escala en Mallorca, navegábamos por el Mediterráneo, acabábamos de cruzar el Estrecho de Bonifacio, entre Córcega y Cerdeña, nuestra nave ya había perdido de vista las costas de la isla Magdalena cuando fuimos abordados por tres naves berberiscas. Aunque nuestros hombres se batieron con valentía, nuestros enemigos eran muy superiores en número. Un sablazo en la cabeza me hizo perder el conocimiento y no fui consciente de nada hasta que me encontré en el puerto de Yerba, el más importante de Túnez y desde donde partían las naves corsarias para sus incursiones por todo el mar occidental.
Solo sobrevivimos cinco españoles. Desde el primer momento de mi cautiverio advertí como tanto mis compañeros como los moros que nos custodiaban, me miraban con cierta desconfianza. La rápida y milagrosa sanación de mi herida creó sentimientos encontrados en mis paisanos, aunque lo atribuían a la protección de nuestro Señor, y cierto temor entre los africanos que probablemente pensaran, si no en una intervención divina, en algún tipo de magia cristiana que desconocían.
Nuestro cautiverio estuvo lleno de penalidades, pero al encontrarse entre nosotros el embajador del Emperador ante la Santa Sede, don Enrique de Guzmán y Ribera, Conde de Olivares, nuestro monarca pagó un generoso rescate por nosotros y fuimos liberados a los pocos meses. La noticia de mi curación milagrosa se extendió por toda la Corte y adquirí cierta fama de hombre piadoso bendecido por nuestro Señor Jesucristo, o amparado por la Virgen de la Natividad, patrona de mi villa natal. No obstante, algunos elementos inquisitoriales veían con extraña y suspicaz prevención tan increíble cura. Por una cosa y otra, decidí poner tierra de por medio y conseguí un provechoso destino en la Nueva España.

Comisionado por la corte para inspeccionar los gobiernos de las principales ciudades de nuestras tierras americanas, tuve la oportunidad de conocer increíbles lugares y familiarizarme con las costumbres de los indígenas. Por aquel entonces de nuestras provincias de ultramar manaban sustanciosas riquezas que se embarcaban para España pero que, una veces perdidas en el Océano  y otras arrebatadas por corsarios británicos u holandeses, las que llegaban a nuestra tierra solo enriquecieron a los nobles y a algunos ricos comerciantes, marchando la mayor parte para financiar las costosas guerras que manteníamos por medio mundo, principalmente en Centroeuropa contra los herejes protestantes y contra el turco en el Mediterráneo Oriental.
Ocurrió por aquella época que, en un trayecto entre Medellín y nuestro puerto en Cartagena de Indias, fui mordido por una serpiente venenosa. Dado por muerto, me trasladaron en una carreta, cubierto por un paño de lino, hasta la casa del gobernador, donde me depositaron en un modesto catafalco de madera a la espera de los oficios fúnebres y mi definitiva sepultura en tan lejanas tierras.
Abrí los ojos y me asustó la veladura que me impedía la vista, un fino lienzo por donde podía respirar y por donde se filtraba la amarillenta luz de los cuatro hachones que flanqueaban mi improvisada capilla ardiente. El murmullo de unos rezos me llegaba a los oídos como el eco apagado y lejano de una extraña letanía. Empecé a recordar, aun sin moverme, qué me había pasado, el caballo asustado que me derriba, la serpiente escurriéndose por debajo de mi cuerpo, la inmovilidad, el sueño… Traté de mover los dedos de las manos, lentamente comprobé que podía abrirlos y cerrarlos, levanté mi mano derecha y, aunque con pocas fuerzas en mi cuerpo, pude levantar el brazo y apartar la tela que me cubría. Unos gritos de espanto, sillas que caen y dos mujeres y un fraile que salen corriendo de la estancia gritando: ¡milagro! ¡milagro!
Sabidos mis antecedentes, mi fama de hombre santo corrió por toda América y saltó hasta España. Me llamaron a la Corte y el mismo Felipe II me recibió y encomendó que me integrara en el equipo que estaba realizando la magna obra del Monasterio de San Lorenzo en El Escorial. Yo, lego de estudios profundos de arquitectura o religión, me apliqué como buenamente supe, en aprender de mentes más sabias y eruditas que la mía que, sin embargo, me trataban con el respeto y cierta temerosa distancia, ya que pensaban que era un resucitado por la mano del Todopoderoso.
Así cumplí mis 35 años de edad y fui comprobando, poco a poco, como el paso del tiempo respetaba mi cuerpo. Ni una arruga, ni una cana en mi rojiza barba, ni en mis castaños cabellos, ni un pequeño surco en las comisuras de mi boca o mis ojos. Esto, que a mí me sorprendía, a los demás maravillaba, y voces respetadas, principalmente del clero regular cercano a la Inquisición, comenzaron a tornar la idea de mi salvación divina por un probable pacto con el mismísimo Satanás. Mi vida virtuosa, de trabajo, dedicación familiar y disciplina ante mis superiores, evitaban de momento el inicio de un proceso que el mismo rey no vería con buenos ojos. Aunque el Inquisidor General de aquella época, el temible cardenal y arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga, presionaba para que se abriera una causa investigadora contra mí.
Todos fueron muriendo poco a poco, mis familiares, mis amigos y mis enemigos, también el rey mi señor, al que sucedieron los monarcas que, llevando a España a su esplendor artístico y literario, comenzaron, con las muchas guerras y gastos del Tesoro, la cuesta abajo que en Rocroi, marcaría el principio del fin y el declive de nuestro Imperio. Para entonces, convencido ya de mí carácter inmortal, y libre de obligaciones con humano alguno, mi vida se fue oscureciendo a la luz de mis semejantes y decidí conocer otras tierras, donde ni mi nombre ni mi historia significaran nada a nadie.
Conocí la Roma del Barroco, pero tampoco era un sitio seguro para mí. También quise conocer a nuestros “enemigos”, así transité por Flandes, por la Holanda prospera de la Reforma, el Imperio Alemán y los países de Europa Oriental, hasta la gran Rusia. Crucé la estepa y llegué al sorprendente Imperio Chino. Busqué la sabiduría de los monjes de las montañas más altas del mundo y navegué por los mares más amplios y hermosos donde las mujeres son cálidas y hermosas y los hombres acogedores y francos.

Viví en el Londres oscuro y emprendedor del siglo XIX. Allí, en un mundo sumido en pleno Romanticismo, entendí que toda historia de inmortalidad habla de muerte más que de vida. La vida terrenal eterna solo es posible después de haber transitado por la muerte y ésta, o su ausencia, marcarían mi vida inmortal desde entonces. Gilgamesh, Osiris, Lázaro, Jesús, muertos y resucitados. Conocí las terribles historias de los no muertos, vampiros de la noche, y la vida formada con trozos de cadáveres, como la historia del doctor Frankenstein.
Todos esos años, siglos, tuve el buen criterio de guardar en una casona que me había hecho construir en los Alpes italianos, cerca de la bella población de Chiusa, dinero, joyas, oro y lo que, con el tiempo, serían valiosas antigüedades. Desde mi ventana contemplo el curso del río Isarco y tengo, a mi derecha, un cuadro que Alberto Durero dejó allí cuando habitó en la ciudad. En ella guardo tesoros que he ido acumulando a través de los siglos, riquezas que me han permitido vivir holgadamente hasta hoy y que veo, con el transcurso del tiempo, como muchas de ellas se van revalorizando más y más hasta que algunas, por sí solas, podrían solucionar la vida de cualquier familia para varias generaciones.
Decidí también que todas las mujeres serían para mí pasatiempos efímeros, huyendo de cualquiera de ellas que pudiera llegar a tocar la más mínima fibra sensible de mi corazón, así que no admití en mi lecho a ninguna por amor, solo por deseo. No le tengo apego a ningún objeto, ni recuerdo, ni casa, ni carruaje, ni coche, ni animal de compañía alguno. He tenido pocos amigos, porque la muerte de alguno de ellos puede llegar a doler más incluso que la de una mujer amada. No he querido inmiscuirme ni en la vida política ni en las guerras continuadas que han visto Europa y el mundo desde que dejé el servicio de mi señor Felipe II. Y, con el tiempo, también me he ido alejando de la Iglesia que, primero me encumbró a la santidad y luego me persiguió como endemoniado.
Busqué y esperé la publicación de algún relato sobre la inmortalidad que hablara de goce y felicidad, nunca lo hallé. Todos hablan de soledad, de muerte, de locura y desesperación, de la infinita melancolía de la vida solitaria del inmortal. Pasé años entregado a la lujuria, al juego, la bebida, nada hacía mella en mi salud, soy un joven fuerte y bello de 35 años que nunca enferma, un joven atractivo con la sabiduría acumulada de un hombre de 350 años, cuando llegó el siglo XX.
Apasionado por las vanguardias artísticas y literarias, me establecí en un ático de París donde ejercí de mecenas de muchos pintores. El nuevo siglo me fascinaba, la velocidad, las máquinas, la electricidad que hizo de París la “ciudad luz”, la música, las faldas de las mujeres. Pero también traería la devastación como nunca el mundo había conocido. Yo, que había visto la peste negra asolar Europa, el cólera, las guerras de religión, jamás imaginé el poder de destrucción que podría desarrollar la Humanidad. La Primera Guerra Mundial fue una matanza absurda provocada por la arrogancia de los poderosos, que mandaron a millones de jóvenes al matadero por sus ambiciones políticas y económicas, por sus pugnas dinásticas. La Segunda Guerra Mundial no fue más que la consecuencia del cierre en falso de la Primera, pero multiplicó el desastre elevando los millones de muertos a cantidades absurdas, de locura. Pero el mundo no escarmentó, el horror nuclear desatado por Estados Unidos sin pudor alguno, sumió a toda la Tierra en un permanente estado de miedo. Cientos de pequeñas guerras que no han parado en décadas. Muerte, muerte, muerte.

Mientras, el mundo capitalista, embelesado por un supuesto estado de bienestar basado en el consumismo desaforado, machaca los últimos recursos terrestres. Los poderes político-financieros se encargan de mantener las guerras localizadas en el extrarradio del llamado “primer mundo”, donde un sistema de subvención estatal generalizada mantiene las cotas de desempleo en millones de personas que, no obstante, siguen adormecidas contemplando vacíos programas de televisión, masas desculturizadas por años de gradual degradación de la enseñanza, adoctrinada en el seguimiento a unos modelos vacuos y superficiales, estrellas del futbol, del cine o, simplemente, estrellas que lo son, por salir en los medios de comunicación, un espectáculo en sí mismo. La industria ha sido trasladada a países de mano de obra barata, mientras que los países occidentales se han centrado en la industria del ocio y el turismo, la consigna es viajar en vacaciones, siempre diversión, y contarlo, la gente se gasta lo que no tiene en costosos teléfonos portátiles para hacer millones de fotos insustanciales que vagan por las redes sociales.
Las tasas de natalidad occidentales están en negativo, nuestra civilización se extingue por falta de individuos, mientras crece y crece la población mundial gracias a culturas ancladas en la Edad Media que siguen guerreando a causa de tierras y religiones, sometiendo a sus propios pueblos, siendo los peones de los dueños del mundo.
Año 2167 de nuestra era. Los niños del mundo han desaparecido, una mañana, las cunas, las camas de nuestros niños, amanecieron vacías, con ellos, millones de adultos también se han esfumado de pronto. La Iglesia católica habla del advenimiento del Fin del Mundo, según profetiza el Libro del Apocalipsis y tal como lo anunciaba el Evangelio de San Juan: “…voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:2-3). No sé si ha sido Dios o no, pero el hecho cierto es que el mundo se acaba.
Mi barco llegó a una de las treinta y tres remotas islas que forman Kiribati, en el Pacífico Sur. Un país idílico y poco frecuentado donde aún existen, incluso,  islas deshabitadas. Mi palacio de madera y hojas de palma se yergue solitario en una playa de arenas blancas y palmeras. Las islas están desapareciendo bajo las aguas, el nivel del mar sube unos centímetros cada año, no sé si mi isla desaparecerá antes de la eclosión total del resto de la Tierra. Liquidé todos mis tesoros y solo traje conmigo lo necesario para establecerme cómodamente en la isla y un barco para navegar y acercarme a la capital cuando es necesario. Conmigo solo habitan la isla  los peces de colores de sus aguas, las manta rayas y los galápagos. Por el cielo surcan el aire cientos de especies de aves y llamativas mariposas. No hay animales salvajes o peligrosos en tierra, salvo algún huidizo lagarto. Mi dieta es rica en pescado y marisco, aunque de vez en cuando, me aprovisiono de carne en el mercado de la ciudad, así como de los vinos y licores que llegan hasta ella.
En mi playa solo está autorizado a atracar el barco de Teburoro Mamau, un viejo kiribatiano que, con su mujer, viene toda las semanas con provisiones y para ayudarme con la limpieza y mantenimiento de mi casa. No quiero relacionarme con más nadie. Así será hasta que el cielo rojo como un anochecer, pero a mediodía, vaya cubriéndonos totalmente, hasta que toda la Tierra sea un reino de sombras.

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