Lejos del Otoño


Como la Baja California, tus piernas peninsulares,
se extienden, dunas canelas, a lo largo de la orilla,
el azul, deslumbrador y cambiante, viene y va
mojando las puntas de nácar de tus dedos,
sobre el verdoso reflejo que sube y baja, espejo ajado,
los puntos blancos y cambiantes de las barcas.

Cierras los ojos al sol y no sé qué sueñas,
tu respiración leve da pálpito a pechos breves y firmes,
como movidos por un magma interno,
latente de pasiones adormecidas a la brisa de poniente.

Tu vientre firme, se ondula suavemente a la caricia imaginada de mis manos,
te apartas un mechón negro que el viento puso en tu cara,
y mis ojos siguen el movimiento, ágil y delicado de tus dedos
que parecen anémonas submarinas movidas por la marea,
largas cintas verdes mecidas por las corrientes
entre las que juguetean pececillos mudos de colores.


Te recuerdo en otoño,
cuando tu cuello se refugiaba en la cálida piel de tu abrigo,
cuando tus ojos, huyendo del frío ya casi invernal,
buscaban la calidez de mi mirada,
te hablaban mis ojos por encima de la mesa, voladores,
entre platos y vasos, entre las cabezas de los otros,
como un hilo mágico, dorado e invisible a la vez.


Ahora tu cuerpo de funde en la arena,
tus labios siguen callados y sigue hablando tu silencio.
No puedo tocarte porque está prohibido,
nos condenaron la desidia y la ambición,
y, desde aquellos lejanos días, que siempre recuerdo de calor y calles vacías,
somos rehenes de nuestra mediocridad,
condenados a mirarnos, a desearnos,
a bebernos nuestras bocas sin rozarnos,
a olernos los cuerpos cuando nos cruzamos por los pasillos,
en las habitaciones habitadas de extraños
que nos poseen y nos separan.

Miro tu cuerpo, tendido y extenso,
como la Baja California,
separando a cada lado mares, que,
sin saberlo, al final, en el remoto Sur,
funden sus aguas en la tormenta.

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