Vuelo nocturno


Nadie en el 29 A, ventanilla, ningún ojo desde ese asiento vacante mirando la noche cerrada. Nadie llega a un aeropuerto vacío, donde nadie ha ido a esperar a nadie. No está la sonrisa que de pronto ilumina la llegada del otro, porque el otro no ha llegado. Un sitio vacío en el parking, un rectángulo negro de asfalto donde pesa la ausencia del vehículo a él destinado que no vino, solo un charco empapa la soledad amarillenta iluminada por una farola mustia.
Desde la indignidad del sofá envejecido mirar de reojo el reloj que apenas mueve sus manecillas, en un lento e inexorable camino al vacío mortal de la no partida. Tras las cristaleras de terraza de barrio, los salones iluminados donde brilla el artificial fulgor de las aburridas televisiones que insisten en vulgarizar al país.
La pequeña lucecita móvil se acerca desde el horizonte, otro avión, uno más que recuerda el desistimiento del viaje, el cobarde arrellanarse en los flácidos cojines azules de la indolencia, de la barbarie de seguir quemando la vida. Ocupando un espacio que sí debería estar vacío, aquí en la tierra, donde pesadas cadenas de hierro forjado en la costumbre amarran brazos y piernas a la mediocridad.
No están los ojos que brillan al ver al viajero, no han ido a la terminal de llegadas, no quisieron ir, porque se han cansado de que no llegue nadie para quedarse, porque se han cansado de saber que luego, casi en el mismo sitio, viene la incierta despedida, la incertidumbre de una vuelta prometida, el cansancio del ir y venir sin solución.
Por la pista húmeda ruedan las gomas del tren de aterrizaje, quizás aliviadas de llevar menos peso, de no haber soportado tantos kilos de culpa y remordimiento, lo de menos son los 80 kilos de piel y huesos, pesan más los propósitos nunca cumplidos y las promesas no escritas, pronunciadas por labios como guillotinas de la verdad, disfrazados de deseo y culpa.
J. C.

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