De vuelta al barrio
El sol incide con la tibieza de Noviembre sobre las azoteas blancas de cal. Rumores de barrio recuperado. Una antigua claridad que me rejuvenece los recuerdos. Cuarenta y seis años después.
Las señoras de boquitas pintadas, de ojos perfilados, de
cabezas con permanentes, carrito o bolsas en mano, se han desplazado más al
oeste, a las nuevas barriadas. Y digo nuevas siendo de los sesenta y setenta
del pasado siglo, o de antes. Ahora, esta parte milenaria, está atosigada de
turistas y curiosos. La ancha calle peatonalizada, colonizada de veladores de
la hostelería, olor proustiano a calamares fritos y pollos asados.
Ni gitanos ni civiles hay ya en las cavas. Pisos caros sí,
muchos, y en Castilla y en Alfarería y en Betis… esa gente que apenas se ve,
que parece que no vive donde vive. Tal vez se pasen el día en un despacho, en
una oficina, en su BMW con las ventanillas subidas y el aire acondicionado
puesto, con su playlist sonando.
Mientras tanto caminan por las calles guiris en chanclas,
jubilados a echar la Primitiva. Caras marcadas por los estragos de los excesos
para cantarle a las mesas de los bares una rumba, una sevillana desganada, y
las palmas tienen son, a pesar de todo.
Qué más puede pedir un trianero al volver al barrio que estar pared con pared con la capilla de los Marineros. Ver, sentado desde el salón, la torre iluminada de Santa Ana. Oír a los parroquianos, ya alegres de cervezas y tintos de verano, levantar la voz en la esquina del Bar Remesal. Un balcón al pasado. Un balcón a la luz, celeste y antigua, de la niñez, cuando la madre volvía de la plaza de abastos y el padre paraba en su tertulia de la farmacia del Altozano.
Los fantasmas del cine Emperador y el Astoria, huecos de una
Triana de cine que están rellenos de apartamentos de diseño. Pisos caros otra
vez. Solares de los cines de verano, Alfarería, Avenida, ya sin albero, sin el
aroma de Salomón, el Rey de los Pinchitos. Sin la bombilla roja de la selecta
nevería, con el aroma fresco del lebrillo de altramuces, de los platos de
tomate con sal, de las medianas de Cruzcampo con escarcha de nieve en el
cristal, el crujir de las pipas de girasol y una salamanquesa en el ojo del
protagonista de la película, ajena a todo, en su mundo de cal coloreada desde
la cabina del proyector.
Todos me faltan, subo a mi pequeña azotea de ahora y miro
hacia el barrio apuñalado por la torre impertinente del horizonte. Me doy la
vuelta, la Catedral, la Giralda, la Maestranza, el río, frontera verde oscuro,
se adivina. Un puente como una pasarela del tiempo. Bajo los ojos parisinos de
hierro fundido, la sosegada indolencia de unos patos que se alejan nadando
hacia el Paseo de la O. A lo lejos, el Patrocinio.
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