Relatos italianos. Crónica 5: Venecia, la frontera de los sueños
Venecia es la máxima evolución desde los palafitos
prehistóricos, que ya clavaban sus pilotes en la Llanura Padana. A ese rincón
del Adriático llegamos en tren por
ese istmo donde ya el mar, de aguas tranquilas con sabor a marisma, nos rodea. La
estación nos expulsa como un útero mágico, a la vida luminosa de las piedras de
puentes, iglesias y palacios, órganos vitales que cobran vida con las venas y
las arterias azules verdosas de los canales. Un mundo sin automóviles, una
ciudad de calles y plazas peatonales y vías de aguas surcadas por lanchas y góndolas.
Venecia no es el límite de los sueños, porque estos no tienen límites, es la
frontera a parajes inexplorados de nuestra mente ¿Qué se puede soñar más
fantástico que Venecia?
Asomados al pretil del embarcadero, se abre el Gran Canal, junto a nosotros, una
gaviota parece también mirar, abstraída por la belleza del momento, hacia la
silueta perfilada por el Sol en el horizonte, de Santa María della Salute, la gran iglesia construida para
conmemorar el final de la gran peste de 1631. Enfermedad azote de una ciudad a
merced de las mareas, de la que los
venecianos también han sabido sacar una de sus máscaras para su famoso Carnaval, la del médico de la peste
negra, con sus largas narices como picos de aves acuáticas.
Bordear los límites de lo cursi y lo relamido en un caso
como el veneciano es difícil, pero la ciudad lo logra con creces, su belleza y
misterioso encanto es tal, que no solo consigue sobreponerse a la marea
turística, quizás tan dañina como las mareas que corroen sus cimientos, sino
que también lo hace a esos tópicos románticos, a esas canciones dulzonas, a
esos gondoleros cantantes que llevan a tipos en camiseta y damas con chanclas.
Porque Venecia puede con todo eso y más.
Palacios, iglesias y canales. Pero también pequeños restaurantes, hotelitos para soñar una aventura apasionada con quien nos hace mover los pies cuando estamos sentados. Jardines tras una tapia que nos oculta al mundo bullanguero del exterior mientras saboreamos un Bellini, otra gran obra, como el Carpaccio, que creó en el Harry’s Bar veneciano, esa leyenda de la hostelería local y mundial que fue Giuseppe Cipriani. Venecia glamour, del Harry’s bar, con Hemingway y Orson Wells acodados en su barra. De la playa del Lido donde un depresivo Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde) mira como en la orilla el joven Tadzio compone sobre las olas, contra el sol, el perfil del David de Donatello. De la pareja que mira, con los ojos absortos, su alrededor, mientras un sonriente conserje le entrega la llave de su habitación en la recepción del hotel Danieli…
Los puentes de Venecia son una pasarela entre un sueño y
otro, entre un rincón que no quieres abandonar y la ansiedad por descubrir uno
nuevo. Desde las arcadas del Puente
Rialto me gustaría ver como emerge la cabeza, gigante y teatral, de esa
reina del Carnaval que Fellini crea
en su Casanova (1976) qué gran Donald Sutherland.
Quiero volver, quiero saber que se siente traspasando la
frontera de la puerta del cementerio de la Isla
de San Michele (La isla de los muertos) esa conjunción cromática de
ladrillos rojizos, molduras blancas y el verde de los cipreses emergiendo por
detrás. Por sus silenciosas calles, mostraré mis respetos, junto a Franco Battiato desde la Perspectiva
Nevsky, a Stravinski y a su amigo,
el bailarín Diaghilev. Saludaré,
firme y en pie, al poeta Ezra Pound
y evocaré la escuela argentina del futbol del maestro, Helenio Herrera (con diez se juega mejor). Por el Gran Canal se
acerca una góndola de elegantes ángeles dorados, con un ataúd velado de
cortinajes negros, con dos gondoleros de galas fúnebres, traen, tan solo con el
rumor de los remos en el agua, el grácil cuerpo inerte de Millie (Alison
Elliot) para que repose eternamente en la isla (‘Las alas de la paloma’, 1997,
película de Iain Softley basada en una novela de Henry James)
No nos despidamos tristemente, no lo merece ciudad tan bella. Nos sentamos en Caffé al Ponte del Lovo y elegimos unos cannoli variados, acompañado de un café con leche, una casa fundada en 1750 que nos depara un oasis entre callejas atestadas de turistas. Surcamos las aguas del Canal, para luego, subir al tren que nos devolverá en sus vías sobre el agua, atardeciendo al mundo de la realidad.
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