Reconozco que soy más de callejas perdidas, de baretos
descubiertos de pronto, con encanto (esa expresión que ahora se malgasta tanto),
soy más de una librería de viejo bajo los soportales de una calle del casco
antiguo, de las
salumerias (charcutería,
quesos y huevos de granja boloñeses), de las escondidas vinaterías (
osterias) en un bajo de una antigua casa
de piedra, o de ladrillo rojo. Soy más de perderme por la vieja judería, con
sus callejones llenos de agua, con el ambicioso nombre de “pequeña Venecia”, un
resto de los canales de aguas, muchos hoy subterráneos, que abastecían antiguamente
a la ciudad.
Soy más de todo eso que de las grandes plazas con colosos de
mármol, con fuentes desmesuradas, con palacios donde pretenden apabullarte con
el alarde del poder, de los que mandaban, o mandan todavía. Por cierto, a propósito
del Neptuno de la fuente de la plaza principal de Bolonia, es curioso que
ciudades del interior, la misma Bolonia, Florencia, también en España, Madrid,
tengan en sus centros neurálgicos al dios de todas las aguas y los mares, que
eligió el océano como morada, ciudades donde el mar está a muchos kilómetros,
quizás añorándolo.
Pocas veces he visto una gran nube tan negra como la que vi
hace unos días sobre la bella
plaza de
Santo Stefano. Descargó con furia la tormenta de verano, precipitando el
anochecer sobre la ciudad, cogiendo aún las luces apagadas, haciendo resaltar
los brillos de las tabernas de vinos bajo los soportales. Al fondo, silencioso
y oscuro, el complejo religioso que da nombre al lugar. A la derecha la
Corte Isolani, un pasaje cubierto con
restos de arquitectura civil románico – gótica que hoy alberga un coqueto hotel
y un buen restaurante, donde probé una estimable carrillada acompañada de un
Montevecchio Riserva 2013, tinto de la región. Antes, durante el aguacero, cayeron
tres copas de Pignoletto (un blanco con chispa, de uva blanca regional de la
Emilia, muy representativa de las colinas de Bolonia) en la Osteria Agrícola e
Vitale, un bareto de vinos en los soportales de enfrente.
La mañana ya barruntaba lluvia en el aire húmedo, con cierto
aroma a tierra mojada, que entraba en la abierta
Piazza Maggiore. Allí, nos contempla la portada inacabada de la
abadía de San Petronio, mucho más
bella, a mi juicio, que la tangencial catedral metropolitana de San Pedro. Pero
sobre todo ello, el recuerdo de lo que fue la Manhattan medieval de Europa. Si
la torre de Babel fue el monumento a la ambición del hombre, la soberbia en
Bolonia la representaban las familias adineradas, que pugnaban por acercarse
cada una más al cielo que las demás, a través de las inverosímiles torres de
ladrillo que emergían de entre sus calles. Hoy, testigos y símbolo de aquellos
tiempos, una junto a la otra, quedan la
Torre
degli Asinelli, con sus 97 metros de altura, y la
Torre della Garisenda, esta, más pequeña, se inclina sobre la otra,
como en un saludo de respeto.
Le Due
Torri.
El Getto
ebraico
(gueto judío) está en pleno casco antiguo, junto al barrio universitario.
Laberinto de callejuelas y pasillos donde menudean familiares osterias y
trattorias de sabor tradicional donde, aquí sí, hay mucho público italiano. Como
la Trattoria dal Biassanot, con su comida tradicional: tabla de charcutería
boloñesa,
Tagliatelle al ragú bolognese,
los
Gnocchetti di patata con pomodorini e
bufala o los
Tortelloni di ricotta
gorgonzola e noci. Todo ello con un Fondatori 2021, Sangiovese Superiore Riserva.
Bolonia quizás no tenga el gancho espectacular de Florencia
o el encanto mágico de Venecia, pero es más mesurada, hay menos turismo, te
puedes perder por calles donde apenas hay gente, te cruzas con más población
local y tiene mucho que ver y que vivir.
Basílica de San Petronio.
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