Amanecer en la viña de González Byass

A lo largo de mi ya dilata carrera en el mundo del vino, han sido muchos los días mágicos vividos, momentos que se atesoran en la memoria y que forman parte de recuerdos imborrables que enriquecen, no solo el tesoro profesional que dichos momentos conforman, sino que también enriquecen las vivencias personales en este largo camino.

Uno de esos días mágicos, acaba de ocurrir. Ha sido ver amanecer el nuevo septiembre, viendo el Sol salir por levante sobre los viñedos de La Canariera, uno de los que conforman el Pago Carrascal en Jerez de la Frontera, cuando aún la Luna no se había retirado por poniente.

Los zapatos blancos del polvo de las tierras albarizas, donde crecen 30 hectáreas de uvas de Pedro Ximénez, plantadas por Bodegas González Byass a principios de siglo. Uvas y lagar, que han servido para que en Jerez se recupere la crianza de este varietal y su elaboración artesanal mediante el sistema tradicional del asoleo de las uvas en las paseras: alfombras de malla situadas al aire libre en el mismo viñedo, para que la Pedro Ximénez se deshidrate al sol y concentre su azúcar para proporcionar ese néctar ámbar que dará vida a los vinos dulces característicos. 

Llegamos al campo cuando los vendimiadores ya llevan un buen rato recogiendo los racimos y depositándolos en las cajas que servirán para su transporte, todavía de noche. Hace fresco, el cielo se llena de reflejos rojizos, el lucero del alba brilla en el Este. Ya con el día ganado para la luz, entramos en el lagar, una vieja construcción típica de las casas de viña jerezanas, cal en los muros, una bella puerta de madera pintada de verde y un gran patio a cuyo claustro nos acogemos para probar las uvas. La Palomino Fino que acaba de llegar desde un viñedo cercano, la Pedro Ximénez recién vendimiada y las del mismo varietal ya pasificadas en la pasera.

Tras reponer fuerzas en una pintoresca venta cercana con buen café y una magnífica tostada regada con aceite de oliva y arropada por una buena loncha de jamón ibérico, tomamos ruta hacia la bodega principal de González Byass en el núcleo urbano de Jerez de la Frontera, entre la bella alcazaba y la imponente catedral. Un laberinto de bellísimas calles emparradas y cascos de bodega de diferentes épocas, con rincones tan bellos y evocadores como la “sala de pruebas” que atesora botellas desde el siglo XIX o la “capilla Sixtina de Tío Pepe”, unas andanas que atesoran la solera fundacional del Fino más famoso del mundo.

De la mano de Silvia Flores, bendita la rama que al tronco sale, recorremos las botas donde envejecen los grandes vinos que, desde su fundación en 1835, elabora y cría González Byass. Esta vez nos centramos en la crianza oxidativa, esa que, una vez muerto el velo de flor, hace envejecer los vinos en contacto con el oxígeno, lo que le proporcionará sus bellos matices de colores ámbares brillantes, como si el vino atrapara en su interior las luces de ese amanecer sobre el viñedo que acabamos de contemplar. 

El aroma de bodega nos envuelve, la madera de las viejas botas, el recuerdo en el ambiente de las levaduras y el albero, las losas de Tarifa, el esparto de las persianas que en los altos ventanales, dosifican luz y aire para el vino. La venencia dibuja su armoniosa curva en la mano experta de la bodeguera, el catavinos se llena del líquido espeso y dulce. Años mimado en el silencio y la quietud de las andanas para que ahora nuestros sentidos se llenen de vino de Jerez y disfruten.

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