Profesor Valdivieso, en un abrir y cerrar de ojos

Cuando yo estudié Historia del Arte aún no era una titulación independiente de la Facultad de Geografía e Historia. Arte era como un pequeño paraíso apartado, en un rincón de esquina de la vieja Fábrica de Tabacos. Su patio con fuente, el claustro de pilares con arcos de medio punto, la vieja y acogedora biblioteca donde reinaba, María Luisa, los vaciados en escayola de esculturas clásicas por los rincones y una escalera al fondo que conducía a intrincados pasillos donde se sucedían pequeños despachos llenos de libros, carpetas y muebles de madera antigua. España empezaba a desperezarse como país europeo democrático, se anunciaba el Mundial de Futbol y se decía que el PSOE podría ganar las próximas elecciones. En mi horizonte, el triste futuro de un año vestido de caqui por delante.

Pero mientras tanto, la vida era bella, como mis compañeras de promoción, el 90% de mi reducida clase, unos 25 en total. Enrique Valdivieso era un profesor diferente. Para empezar daba clases de Arte Contemporáneo, una rareza en el Laboratorio de Arte (como se llamaba nuestra Sección en la especialidad) Después estaba su look, usualmente sin corbata, pelo largo… muy diferente a las “vacas sagradas” que mandaban en el tema: Guerrero Lobillo, Antonio de la Banda, Jorge Bernales. Pero lo que era radicalmente diferente en Enrique, insistía en que le llamásemos por su nombre de pila, era el discurso. Le gustaba escandalizar (dentro de la moderación adecuada) a esa niñas pijas que abundaban en la bancada, con sus historias de cuando llegó a la estación de su Valladolid natal, procedente de Londres, con melena y discos de los Beatles y los Rolling Stones bajo el brazo. Cuando criticaba, eso sí, veladamente y sin dar nombres, a esos viejos profesores para lo que todo era Barroco, sevillanismo, semanasantismo y para los que el arte terminaba en los académicos del siglo XIX. Y la cosa le funcionaba, era el típico feo con piquito de oro y mucha mano izquierda. 

Vieja cervecería La Moneda

Veíamos en él al profesor un tanto progre y cercano, que después de darnos una sesión de diapositivas del arte pop más bizarro, compartía con nosotros unas cañas en la vieja cervecería de La Moneda. Hablaba de sus pies, reconocibles por su belleza, según él, bajo la túnica del Señor de las Penas, cofradía sevillana de San Vicente, a la que se había apuntado para irse integrando en la ciudad. Era la gran esperanza blanca para los que ansiábamos que el arte contemporáneo cuajara por fin en la ciudad. Pero todo fue bastante distinto.

Juana Aizpuru se marchó a Madrid. El mismo camino que emprendería, Pepe Cobo con su Máquina Española. El profesor Valdivieso se avino al “discurso de la verdad” y de posible rebelde del abstracto a especialista en Murillo y pintura sevillana. Esta ciudad es dura y una casa en la calle Mateos Gago vale muy cara. Valdivieso ha sido muy bueno en lo suyo, con algunas referencias inexcusables para quien quiera conocer el arte sevillano del XVII, XVIII y XIX. Encomiable su reivindicación para la vuelta a Sevilla de los tesoros expoliados por los franceses, ¡ay! si el mariscal Soult hubiese sido nazi y los sevillanos judíos. 
A ese indudable flechazo con la ciudad y su patrimonio artístico, sin duda contribuyó la influencia del profesor, Diego Angulo Iñiguez,  valverdeño que dirigió el Museo del Prado y autor de un manual de Historia del Arte en dos volúmenes, fundamental para los que estudiamos la materia y hoy difícil de encontrar, forma parte de las obras más preciadas de mi biblioteca de libros sobre Arte, junto el también buscado catálogo de la exposición de Velázquez en el Prado de 1991 y la Guía Artística de la Provincia de Sevilla, que el mismo Valdivieso realizó junto a varios de sus colegas de Facultad. . 

Me quedo con el profesor ameno, con el conversador siempre culto e interesante, con las cañas en La Moneda, con aquel viaje al Museo de Arte Contemporáneo Español de Madrid, aún en aquella sede de la Ciudad Universitaria junto al Parque del Oeste, y como me abrió los ojos a un mudo artístico moderno, vanguardista. Me quedo, especialmente, con las visitas al Hospital de la Caridad, sus explicaciones sobre la iconografía diseñada por Miguel de Mañara y esos fantásticos cuadros de Valdés Leal. Eso es, querido Enrique, profesor: “en un abrir y cerrar de ojos”.  

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