La amiguilla
Voy a ir todavía mucho más atrás. Imagínense en los años sesenta del siglo pasado, el borde occidental del barrio de Triana en Sevilla, entre la calle Castilla y el Patrocinio, una amplia curva donde arrancaba la calle Alfarería y se situaban una serie de naves, talleres, polveros y algún bar, claro, como aquel pequeño y famoso de las gambas al ajillo. La capilla del Patrocinio, con esa joya del Barroco sevillano dentro que es el Cachorro. Tenía un poco más allá, enfrente, una gasolinera. Cerca, el puente de hierro por el que pasábamos a La Pañoleta, la carretera de Huelva. Siguiendo el curso del río Guadalquivir hacia el norte, campo, la Isla de la Cartuja, salvaje de cañaverales y ortigas.
En el comienzo de la calle Alfarería por esa parte, una
vieja casa de vecinos, un antiguo corral, el de Los Corchos, en años mucho
mayor, de hecho conectaba, decían en el barrio, con la parte delantera en la
calle Castilla, donde en 1938 se construyó la nueva casa de vecinos donde crecí
hasta los quince años.
Toda esta digresión anterior me sirve para llegar al puerto donde quería llegar, en aquella casa, el Corral de los Corchos, hoy con un parquecito arbolado delante, en la esquina de Alfarería con Ronda de Triana, existió cuando yo era pequeño, una pequeña escuela para niños del barrio.
Yo aprendí a leer en mi casa, me enseñó mi madre con las páginas del diario ABC que cada día traía mi padre, que lo compró durante décadas, además de, eventualmente el MARCA y, cuando existía, la Hoja del Lunes. A mí me gustaba mucho el diario de tarde, Sevilla, por las tiras cómicas que traía. Pues a esa escuela infantil la llamaban “lamiguilla” en un sevillano ejercicio de ahorro de palabras, por “la amiguilla”, un nombre poético y muy ilustrador, esa pequeña amiga que acoge a los niños pequeños, les cuida y los enseña. Una amiguilla quizás sea el nombre más entrañable y evocador que haya podido tener eso que, en traducción del alemán Kindergarten, también se llamó “jardín de infancia”.Hace unos días pasé por esa casa, entré a su zaguán y me
asomé a su patio, sobre la cancela un azulejo del Cristo de la Expiración, el Cachorro que antes nombré. Otra placa
cerámica, esta en la fachada, homenajea al que fue capataz y pionero de las
cuadrillas de hermanos costaleros de la hermandad, Ismael Vargas. La casa está muy cuidada y limpia, con muchas
macetas de verdes cintas, tan nuestras.
Pensé en lo grande que nos parece todo cuando somos pequeño,
como disminuyen su tamaño los patios, los portales, las escaleras. Yo creo que,
con sus carencias y pobrezas, todo era más bonito entonces, más humano, con más
gente. Ahora parece que en las casas no vive nadie.
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