La puerta
No, no iba a ser una Navidad más, como tantas que hubo antes
de ella. Aún apoyado en aquella vieja puerta de durísima madera de ipe, que
llegaría en algún barco desde Sudamérica, encargada quizás por algún indiano
que no se dejó seducir por la estética de los nuevos ricos, imaginé el
interior, acogedor, rústico, cálido, calentado por una gran chimenea de piedra
donde arderían buenos troncos de encinas. Con mantas de lana merina teñidas de
vivos colores, sobre mullidos sofás forrados de pana.
Sabía que ella traía una botella de mi whisky favorito, un
viejo single malt de Speyside, la descubrí entre sus ropas antes de que cerrara
su maleta, no dije nada claro, me encanta ver cómo le brilla la mirada cuando
descubre la ilusión que me hace un regalo suyo. Lo abriríamos frente al fuego,
esa noche, en bellos vasos de cristal tallado.
Mi hija mayor pasaría la Navidad con su madre, en Nueva
York. El pequeño, curiosamente el más tradicional de los dos, se quedaría en nuestra
ciudad con su mujer y toda su numerosa familia política, cena de cuñados,
sobrinos y toda la parafernalia tradicional, pata de jamón incluida.
Yo, desde entonces sabía que mi Navidad iba a estar ya
siempre donde estuviera ella, o, al menos, mientras durara, ni siquiera en
estas fechas me engaño y sé que las cosas duran lo que tengan que durar, pero
estoy aprendiendo a vivir con ello y no pedirle al presente más de lo que este
pueda ofrecerme, y lo que ahora me ofrecía tras aquella puerta vieja y recia de
madera, era una de las mejores navidades de mi vida.
Su mano introdujo la gran llave de hierro en la ancha
cerradura y giró un par de veces haciendo un ruido metálico de mecanismo
antiguo, una de las dos hojas de la puerta comenzó a entornarse y los matices
de sombras y luces fueron cambiando a medida que el amarillo dorado de una luz
que se nos descubría poco a poco, nos iba abrazando.
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