Elogio del guarda jurado
Pensando en ello me acuerdo de los guardas jurados de
parques y jardines. Figura de autoridad que se veía como un actor secundario del
entramado represor franquista pero, al fin y al cabo, una figura más del
talante autoritario del Régimen. De hecho, aún en vida del General Franco, ya
servía de mofa la profesión en el cine, sobre todo en esas comedias de los años
predemocráticos centradas en paisajes urbanos madrileños usualmente, donde el
personaje, un gallego Xan Das Bolas o un maño como Antonio Garisa,
representaban la parodia del que, según el guionista de turno, se dedicaba a
llamar la atención a las parejas que hacían manitas en un banco o a que los
niños no pisaran el césped, porque pisar el césped era una de las
reivindicaciones más democráticas y libertarias de los sesenta y primeros
setenta del siglo pasado.
Conseguida la supresión de aquellos vigilantes de terno tres
cuartos marrón, con verde o rojo en las solapas de grandes botones y bandolera
de cuero cruzada con la placa en plan sheriff del cargo, los ayuntamientos se
dedicaron a vallar y poner cancelas a lo que antes eran terrenos de libre
acceso. La reja, tan opresora y dictatorial, le ganó la partida en Democracia
al vigilante, propiciando de paso unos cientos de parados más en esa escala que
iría subiendo como la espuma desde 1975 y que no ha parado de crecer. Antonio Mingote de guarda jurado
No sé en qué habrá quedado la ocurrencia del Ayuntamiento
hispalense de reinstaurar a los serenos, un poco versión nocturna de aquellos
vigilantes de parques y jardines investidos de autoridad que, como San Pedro,
en su iconografía destacaba el manojo de llaves, pues entonces eran tan grandes
los hierros de apertura de los portales que los vecinos delegaban en los
serenos la misión de abrir el edificio cerrado a altas horas de la noche. Lo
que no cabe duda es que, viendo el desparpajo y la poca vergüenza que muchos se
gastan hoy, así como el inmenso deterioro del principio de autoridad actual,
dudo mucho que, en cuanto a seguridad y vigilancia, tales serenos modernos sean
válidos para algo.
En el mal de cerrar espacios al ciudadano ha sido pionera la
Iglesia católica, que nos tiene acotadas la catedral y el segundo templo más
grande de la ciudad, El Salvador. Por cierto, que cada vez es más frecuente
encontrarse la mayoría de las iglesias cerradas a casi cualquier hora del día,
como dice el padre Lezama: “si el local está cerrado, malo para el negocio”.
Y ahora la plaza de España. La cosa empezó alquilando ese
espacio público para saraos diversos de entidades privadas, con carpas y
chirimbolos diversos, a veces con poco sentido de la grandeza, y la estética,
del escenario por parte de quien permite allí ciertas actividades. Supongo que
los munícipes, ávidos de recaudar fondos, le estaban dando vueltas al magín
para ver que se les ocurría para explotar más esa gallina de los huevos de oro
que nos dejó la Exposición Iberoamericana de 1929. Allí donde a tantos niños
nos enseñaron nuestros padres a montar en bici, o que dimos vueltas en el carro
del burrito, que nos hicimos intrépidos navegantes de la ría para deslumbrar a
aquella chica de la pandilla o, simplemente, inmortalizamos la visita de los
primos de Barcelona delante de la fuente con tantos chorros. Pues ahora más
vallas.
Un paso más en ese afán “democrático” de acotarlo todo, de
reglamentarlo todo, de prohibirlo casi todo. Reglas, permisos y, al final, a
pagar que es en el fondo de lo que se trata. Montar colas de guiris desde
primera hora de la mañana, para sustraer otro espacio más a los residentes
locales, ojo, que esta vez no hablamos de un bar o un restaurante, sino de una
plaza pública. Terminaremos poniendo taquillas en los extremos de la calle
Sierpes o del Puente de Triana, como aquellas aduanas que antaño existían en
las puertas de la ciudad amurallada. Al tiempo.
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