Hartos de coles
Es difícil ver en un gastrobar modernito algún plato con
coliflor, aún recuerdo aquella “Bomba” que ponían en El Refugio de la calle
Huelva, junto a la plaza del Pan de Sevilla, era una coliflor rebozada. Todo el
mundo se queja de su olor al hervirlas. En mi casa se han comido de toda la
vida, en frío y en caliente. En frío se hierven y después se le añade mayonesa.
En caliente esparragás, les pones al
lado dos huevos fritos y a empujar con pan.
También muy de mi casa son los brócoles con huevos cuajados,
mi madre prefería la versión morada del brócoli a la verde, yo también, especiado,
una puntita picante, con su majao de
cominos, pimienta negra, ajos fritos y una rebanada de pan también frito que se mete en el mortero.
Verduras humildes, con nada de grasa y con vitaminas, no
digo ya baratas porque no hay nada barato en los mercados. Están en temporada,
así que enriquezcan despensa y cuerpo con las coliflores. Verduras que también
enriquecen nuestro vocabulario, y aquí es donde quería yo llegar con todo este
discurso colifloral. Varios dichos y
refranes ponen coliflor en los labios y la pobre nunca sale bien parada.
Recordemos uno citado en obras de nuestro Siglo de Oro, como
“La Celestina” y “La Lozana Andaluza”: Entre col y col lechuga. Nos va a
interesar uno de sus dos significados, pues podemos entender que se refiere por
una parte a que, de vez en cuando, podemos encontrarnos una alternancia de
cosas buenas (lechuga) entre otras peores (col) con lo que no estoy de acuerdo,
la lechuga mejor que la col me refiero. También apela a la conveniencia de
variar para no cansarse de algo (en la variedad está el gusto), aquí lo
tenemos: harto de coles, o sea, el hartazgo que se tiene de aguantar a alguien
o a algo, una situación, un trabajo desagradable o extenuante.
Pues así están muchos hosteleros de larga carrera, hartos de
coles. De horarios largos, de fines de semana y fiestas trabajando, de los
problemas de encontrar personal, de lidiar con el público, a veces agradecido y
satisfecho y otras no tanto. De esto último he vivido mi penúltima anécdota
este mismo sábado, viendo la desazón de un pequeño restaurante intentando
confirmar con los clientes las reservas hechas para mediodía. “No estoy
dispuesto a perder 600 euros”, me decía el dueño mientras comprobaba que tras
el número de móvil que le había dado el cliente al reservar no había nadie.
Mesas caídas sin explicación, sin anular, desaparecidos en combate. Por eso,
los que tienen suerte y han gestionado bien y ganado sus buenos euros, se
retiran para, al menos, disfrutar de una vida familiar normal, de disfrutar un
sábado cualquiera como otras personas,
los años que les queden.
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