Las calles de la memoria

Olía a alquitrán recién echado. Las máquinas amarillas, con sus bocas como de grandes tiranosaurios, estaban paradas. Una lluvia fina y persistente, suficiente para que ese día los obreros paralizaran su trabajo. La calle como en aquel lejano año de los setenta del siglo pasado cuando la asfaltaron. Los niños del barrio aprovechábamos la ausencia de los trabajadores para subirnos en los montones de tierra, jugar al fútbol aprovechando que la calle estaba cortada, poniendo algunos de los viejos adoquines que estaban levantando, como postes de nuestras imaginadas porterías - ¡ha sido alta! Protestaba uno que hacía de portero y no llegó al despeje del balón. Con nuestras botas de agua, simulábamos ser soldados, saltando de charco en charco, metiéndonos hasta casi mojarnos los pies, parapetándonos tras las vallas para protegernos de las balas que disparaban desde las ruinas del corral de vecinos que habían tirado hacía ya un año, donde había crecido una higuera y donde, uniendo las fuerzas de ambos ejércitos, algunos sábados soleados, hacíamos razzias de ratas a pedrada limpia.

-          ¿Qué le ha parecido? – Preguntó la enfermera robot mientras pulsaba el botón que me retiraba el casco sobre mi cabeza.

-          Excelente – Comenté mientras me incorporaba de la comodísima tumbona donde había pasado la última hora - ¿Cuánto es el máximo de tiempo por sesión?

-          Tenemos un pax de oferta que le ofrece dos sesiones semanales con un mínimo de tres meses, de dos horas cada una.

-          Dark Imperium, un chico joven nieto de un viejo amigo, me recomendó la “nueva experiencia inmersiva” que proporcionan en la empresa HPM (Happy Personal Memory). La máquina que habían patentado te extrae los recuerdos felices latentes en tu cerebro, aunque ni tu mismo seas consciente de algunos de ellos.

Opté por el pax de oferta y la semana siguiente llegue a las 19:45, hora tardía de cita en la planta 196 del edificio CR7, levantado en honor a un exfutbolista que llegó a presidente de la República Federal Ibérica en 2052. Había sido criogenizado en 2023, después de su participación en el Mundial de Qatar, el último que iba jugó, sometido a un tratamiento de rejuvenecimiento celular, el proceso duraba un año completo.

La calle aún no estaba asfaltada, estábamos en mitad de los sesenta. Entré en el bar Marcelino. Me inundó el olor a vinazo y serrín, a tierra húmeda de patio recién regado, la parra, el juego del rano, las sillas plegables… - ¿Qué va a ser? – Una caña me puso junto a una conchita blanca con unas aceitunas.

Recorrí la calle como si descubriera un nuevo mundo, la droguería con su olor a detergentes, las tasca de Manolo “El asturiano”, con su camisa blanca remangada y el mandil negro lleno de lamparones, y ese olor a guiso que salía de la pequeña cocina donde su mujer, moño alto y vestido negro por su madre, trasteaba en los fogones.

HPM solo tenía una condición, no se recreaban los familiares ya fallecidos, sería demasiado arriesgado para clientes demasiado emotivos. Así que, cuando entré en mi vieja casa no vería ni a mi abuela, ni a mi madre, tampoco llegaría mi padre a comer a mediodía, dejando sus Seat 1500 en la puerta, ni mi hermana, con sus trenzas rojas y su cara pecosa.

Esta vez salí de la “experiencia” con una sensación ambivalente. Encantado de poder pasear por los paisajes de mi vida, ya perdidos. Nostalgia evocando a aquellos seres queridos que quedaron atrás hace tantos años.

Era ya noche cerrada cuando salí de CR7, me subí el cuello de mi gabardina climatizada, la gradué a 19 grados. Un tipo me miraba desde la esquina de la calle. Al pasar a su altura me tendió una tarjeta: “Lucio Madox Achiever. Tus sueños completos”.

-          ¿Viene usted de HPM, verdad?

-          ¿Y usted cómo lo sabe?

-          Es mi trabajo, pero no se asuste. Solo quiero ofrecerle lo que ellos no le dan.

-          ¿Y es…?

-          ¿Quiere volver a ver a ciertas personas?

-          ¿Eso cómo lo consigue usted?

-          Sin entrar en detalles, yo era socio de HPM, no estaba de acuerdo con la política de “memoria parcial” así que me he montado por mi cuenta.

-          Robando la patente.

-          Bueno, eso es mucho decir, digamos que me llevé mi indemnización por salir del proyecto. Lo he desarrollado completo.

-          ¿Y eso cuanto me va a costar?

-          Lo mismo que paga por sesión. No cobro hasta que el cliente lo ha probado.

Me arriesgué, no tenía nada que perder, a no ser que el tipo fuese un traficante de órganos, me durmiese durante la sesión y no volviese a despertarme. Me citó en la misma esquina en tres días, me recogieron en un Tesla X108. Salimos a uno de los polígonos industriales del extrarradio, el coche entró en una nave sin rotular.

Interior muy parecido a HPM, un poco más cutre. La enfermera en este caso era humana, guapa. Me acomodó en una camilla y el casco bajó hasta los ojos.

En el zaguán de la casa olía a cocido de berzas, se escuchaba a Marifé en la radio, en la puerta abierta una mujer mayor, pelo blanco hacia atrás, vestido negro, limpiaba el suelo con una aljofifa arrodillada sobre un cojín de espuma. Dentro, en el comedor, una niña pelirroja, de unos 6 ó 7 años jugaba con una muñeca Nancy.

-          ¿Quién es mamá? – Sonó la voz de una señora gruesa, que salió secándose las manos con el pico de su delantal de florecitas.

-          Un señor – dijo mi abuela sin levantarse – no sé qué quiere.

Las tres se quedaron mirándome, como a la espera.

-          Buenos días – Sonó la voz varonil de mi padre detrás de mí. Traje gris, camisa blanca, corbata negra, en la mano la cartera marrón de cuero que le habíamos regalado en su último cumpleaños. Ese día le daría el infarto mientras comíamos el cocido. 

Javier Compás

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