El que nunca muere
Nunca quise ser inmortal, me refiero a la inmortalidad en
este mundo que conocemos. Nací católico y, aunque mi fe ha flaqueado a lo largo
del tiempo, para mi cultura la inmortalidad deseada es la espiritual. La muerte
es un tránsito momentáneamente más o menos desagradable que, de haber llevado
una vida regularmente honesta, nos conducirá a un estatus más elevado de
nuestra alma, más cerca de Dios, el reencuentro con las personas amadas que transitaron
por el mundo antes que nosotros.

Mi más que segura inmortalidad es una prueba viviente de
que probablemente Dios no existe, de que soy una mutación extraña de la
Naturaleza, una casualidad más, o una anticipación, de la cadena evolutiva del
Hombre. Así que, al desconcierto que suscita el hecho en sí, se añade la
incertidumbre de ¿Quién o Qué? ha “creado” mi inmortalidad terrena.
Ahora, cientos de años después de mi nacimiento, solo y
ermitaño en esta isla rodeada de apacibles mares de color turquesa, espero el
advenimiento final del destino de la Tierra y, por tanto, de mi propio destino,
pero por si alguien queda después de lo que se avecina, pues ya todo se puede
esperar, dejo estas páginas contando mi historia sin saber si en el mundo
existe o ha existido, otra persona en mis circunstancias.

Como caballero de familia hacendada tuve la oportunidad
de estudiar en Salamanca y casar con dama de alta alcurnia y tener vigorosos
hijos que lucharon, y algunos murieron, por España y su Imperio, en campos de
batalla de medio mundo. Fuimos recompensados por su Majestad mi señor Felipe
II, pero esa no fue más que mi primera familia. Porque a pesar del dolor que
supone ver morir a los tuyos, en mi errante vida por multitud de países para
ocultar mi condición inmortal, no fue hasta después de sufrir la perdida de
tres mujeres, a las que amé profundamente y de once hijos, también muertos, que
decidí por fin desistir de crear ninguna familia más.
Establecido en la Corte al servicio de mi señor el
Emperador Carlos, partí cierto día en misión diplomática a Roma. Nuestro barco
zarpó una luminosa mañana de abril desde el puerto de Barcelona. Tras hacer
escala en Mallorca, navegábamos por el Mediterráneo, acabábamos de cruzar el Estrecho
de Bonifacio, entre Córcega y Cerdeña, nuestra nave ya había perdido de vista
las costas de la isla Magdalena cuando fuimos abordados por tres naves
berberiscas. Aunque nuestros hombres se batieron con valentía, nuestros
enemigos eran muy superiores en número. Un sablazo en la cabeza me hizo perder
el conocimiento y no fui consciente de nada hasta que me encontré en el puerto
de Yerba, el más importante de Túnez y desde donde partían las naves corsarias
para sus incursiones por todo el mar occidental.
Solo sobrevivimos cinco españoles. Desde el primer
momento de mi cautiverio advertí como tanto mis compañeros como los moros que
nos custodiaban, me miraban con cierta desconfianza. La rápida y milagrosa
sanación de mi herida creó sentimientos encontrados en mis paisanos, aunque lo
atribuían a la protección de nuestro Señor, y cierto temor entre los africanos
que probablemente pensaran, si no en una intervención divina, en algún tipo de
magia cristiana que desconocían.
Nuestro cautiverio estuvo lleno de penalidades, pero al
encontrarse entre nosotros el embajador del Emperador ante la Santa Sede, don
Enrique de Guzmán y Ribera, Conde de Olivares, nuestro monarca pagó un generoso
rescate por nosotros y fuimos liberados a los pocos meses. La noticia de mi
curación milagrosa se extendió por toda la Corte y adquirí cierta fama de
hombre piadoso bendecido por nuestro Señor Jesucristo, o amparado por la Virgen
de la Natividad, patrona de mi villa natal. No obstante, algunos elementos
inquisitoriales veían con extraña y suspicaz prevención tan increíble cura. Por
una cosa y otra, decidí poner tierra de por medio y conseguí un provechoso
destino en la Nueva España.
Comisionado por la corte para inspeccionar los gobiernos
de las principales ciudades de nuestras tierras americanas, tuve la oportunidad
de conocer increíbles lugares y familiarizarme con las costumbres de los
indígenas. Por aquel entonces de nuestras provincias de ultramar manaban
sustanciosas riquezas que se embarcaban para España pero que, una veces perdidas
en el Océano y otras arrebatadas por
corsarios británicos u holandeses, las que llegaban a nuestra tierra solo
enriquecieron a los nobles y a algunos ricos comerciantes, marchando la mayor
parte para financiar las costosas guerras que manteníamos por medio mundo,
principalmente en Centroeuropa contra los herejes protestantes y contra el
turco en el Mediterráneo Oriental.
Ocurrió por aquella época que, en un trayecto entre
Medellín y nuestro puerto en Cartagena de Indias, fui mordido por una serpiente
venenosa. Dado por muerto, me trasladaron en una carreta, cubierto por un paño
de lino, hasta la casa del gobernador, donde me depositaron en un modesto
catafalco de madera a la espera de los oficios fúnebres y mi definitiva
sepultura en tan lejanas tierras.
Abrí los ojos y me asustó la veladura que me impedía la
vista, un fino lienzo por donde podía respirar y por donde se filtraba la
amarillenta luz de los cuatro hachones que flanqueaban mi improvisada capilla
ardiente. El murmullo de unos rezos me llegaba a los oídos como el eco apagado
y lejano de una extraña letanía. Empecé a recordar, aun sin moverme, qué me
había pasado, el caballo asustado que me derriba, la serpiente escurriéndose
por debajo de mi cuerpo, la inmovilidad, el sueño… Traté de mover los dedos de
las manos, lentamente comprobé que podía abrirlos y cerrarlos, levanté mi mano
derecha y, aunque con pocas fuerzas en mi cuerpo, pude levantar el brazo y
apartar la tela que me cubría. Unos gritos de espanto, sillas que caen y dos
mujeres y un fraile que salen corriendo de la estancia gritando: ¡milagro!
¡milagro!
Sabidos mis antecedentes, mi fama de hombre santo corrió
por toda América y saltó hasta España. Me llamaron a la Corte y el mismo Felipe
II me recibió y encomendó que me integrara en el equipo que estaba realizando
la magna obra del Monasterio de San Lorenzo en El Escorial. Yo, lego de
estudios profundos de arquitectura o religión, me apliqué como buenamente supe,
en aprender de mentes más sabias y eruditas que la mía que, sin embargo, me
trataban con el respeto y cierta temerosa distancia, ya que pensaban que era un
resucitado por la mano del Todopoderoso.
Así cumplí mis 35 años de edad y fui comprobando, poco a
poco, como el paso del tiempo respetaba mi cuerpo. Ni una arruga, ni una cana
en mi rojiza barba, ni en mis castaños cabellos, ni un pequeño surco en las
comisuras de mi boca o mis ojos. Esto, que a mí me sorprendía, a los demás
maravillaba, y voces respetadas, principalmente del clero regular cercano a la
Inquisición, comenzaron a tornar la idea de mi salvación divina por un probable
pacto con el mismísimo Satanás. Mi vida virtuosa, de trabajo, dedicación
familiar y disciplina ante mis superiores, evitaban de momento el inicio de un
proceso que el mismo rey no vería con buenos ojos. Aunque el Inquisidor General
de aquella época, el temible cardenal y arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga,
presionaba para que se abriera una causa investigadora contra mí.
Todos fueron muriendo poco a poco, mis familiares, mis
amigos y mis enemigos, también el rey mi señor, al que sucedieron los monarcas
que, llevando a España a su esplendor artístico y literario, comenzaron, con las
muchas guerras y gastos del Tesoro, la cuesta abajo que en Rocroi, marcaría el principio
del fin y el declive de nuestro Imperio. Para entonces, convencido ya de mí
carácter inmortal, y libre de obligaciones con humano alguno, mi vida se fue
oscureciendo a la luz de mis semejantes y decidí conocer otras tierras, donde
ni mi nombre ni mi historia significaran nada a nadie.
Conocí la Roma del Barroco, pero tampoco era un sitio
seguro para mí. También quise conocer a nuestros “enemigos”, así transité por
Flandes, por la Holanda prospera de la Reforma, el Imperio Alemán y los países
de Europa Oriental, hasta la gran Rusia. Crucé la estepa y llegué al
sorprendente Imperio Chino. Busqué la sabiduría de los monjes de las montañas
más altas del mundo y navegué por los mares más amplios y hermosos donde las
mujeres son cálidas y hermosas y los hombres acogedores y francos.
Viví en el Londres oscuro y emprendedor del siglo XIX.
Allí, en un mundo sumido en pleno Romanticismo, entendí que toda historia de
inmortalidad habla de muerte más que de vida. La vida terrenal eterna solo es
posible después de haber transitado por la muerte y ésta, o su ausencia,
marcarían mi vida inmortal desde entonces. Gilgamesh, Osiris, Lázaro, Jesús,
muertos y resucitados. Conocí las terribles historias de los no muertos,
vampiros de la noche, y la vida formada con trozos de cadáveres, como la
historia del doctor Frankenstein.
Todos esos años, siglos, tuve el buen criterio de guardar
en una casona que me había hecho construir en los Alpes italianos, cerca de la
bella población de Chiusa, dinero, joyas, oro y lo que, con el tiempo, serían
valiosas antigüedades. Desde mi ventana contemplo el curso del río Isarco y
tengo, a mi derecha, un cuadro que Alberto Durero dejó allí cuando habitó en la
ciudad. En ella guardo tesoros que he ido acumulando a través de los siglos,
riquezas que me han permitido vivir holgadamente hasta hoy y que veo, con el
transcurso del tiempo, como muchas de ellas se van revalorizando más y más
hasta que algunas, por sí solas, podrían solucionar la vida de cualquier
familia para varias generaciones.
Decidí también que todas las mujeres serían para mí
pasatiempos efímeros, huyendo de cualquiera de ellas que pudiera llegar a tocar
la más mínima fibra sensible de mi corazón, así que no admití en mi lecho a
ninguna por amor, solo por deseo. No le tengo apego a ningún objeto, ni
recuerdo, ni casa, ni carruaje, ni coche, ni animal de compañía alguno. He
tenido pocos amigos, porque la muerte de alguno de ellos puede llegar a doler
más incluso que la de una mujer amada. No he querido inmiscuirme ni en la vida
política ni en las guerras continuadas que han visto Europa y el mundo desde
que dejé el servicio de mi señor Felipe II. Y, con el tiempo, también me he ido
alejando de la Iglesia que, primero me encumbró a la santidad y luego me
persiguió como endemoniado.
Busqué y esperé la publicación de algún relato sobre la
inmortalidad que hablara de goce y felicidad, nunca lo hallé. Todos hablan de
soledad, de muerte, de locura y desesperación, de la infinita melancolía de la
vida solitaria del inmortal. Pasé años entregado a la lujuria, al juego, la
bebida, nada hacía mella en mi salud, soy un joven fuerte y bello de 35 años
que nunca enferma, un joven atractivo con la sabiduría acumulada de un hombre
de 350 años, cuando llegó el siglo XX.
Apasionado por las vanguardias artísticas y literarias,
me establecí en un ático de París donde ejercí de mecenas de muchos pintores.
El nuevo siglo me fascinaba, la velocidad, las máquinas, la electricidad que
hizo de París la “ciudad luz”, la música, las faldas de las mujeres. Pero
también traería la devastación como nunca el mundo había conocido. Yo, que
había visto la peste negra asolar Europa, el cólera, las guerras de religión,
jamás imaginé el poder de destrucción que podría desarrollar la Humanidad. La
Primera Guerra Mundial fue una matanza absurda provocada por la arrogancia de
los poderosos, que mandaron a millones de jóvenes al matadero por sus
ambiciones políticas y económicas, por sus pugnas dinásticas. La Segunda Guerra
Mundial no fue más que la consecuencia del cierre en falso de la Primera, pero
multiplicó el desastre elevando los millones de muertos a cantidades absurdas,
de locura. Pero el mundo no escarmentó, el horror nuclear desatado por Estados
Unidos sin pudor alguno, sumió a toda la Tierra en un permanente estado de
miedo. Cientos de pequeñas guerras que no han parado en décadas. Muerte,
muerte, muerte.
Mientras, el mundo capitalista, embelesado por un
supuesto estado de bienestar basado en el consumismo desaforado, machaca los
últimos recursos terrestres. Los poderes político-financieros se encargan de
mantener las guerras localizadas en el extrarradio del llamado “primer mundo”,
donde un sistema de subvención estatal generalizada mantiene las cotas de
desempleo en millones de personas que, no obstante, siguen adormecidas
contemplando vacíos programas de televisión, masas desculturizadas por años de
gradual degradación de la enseñanza, adoctrinada en el seguimiento a unos
modelos vacuos y superficiales, estrellas del futbol, del cine o, simplemente,
estrellas que lo son, por salir en los medios de comunicación, un espectáculo
en sí mismo. La industria ha sido trasladada a países de mano de obra barata,
mientras que los países occidentales se han centrado en la industria del ocio y
el turismo, la consigna es viajar en vacaciones, siempre diversión, y contarlo,
la gente se gasta lo que no tiene en costosos teléfonos portátiles para hacer
millones de fotos insustanciales que vagan por las redes sociales.
Las tasas de natalidad occidentales están en negativo,
nuestra civilización se extingue por falta de individuos, mientras crece y
crece la población mundial gracias a culturas ancladas en la Edad Media que
siguen guerreando a causa de tierras y religiones, sometiendo a sus propios
pueblos, siendo los peones de los dueños del mundo.
Año 2167 de nuestra era. Los niños del mundo han
desaparecido, una mañana, las cunas, las camas de nuestros niños, amanecieron
vacías, con ellos, millones de adultos también se han esfumado de pronto. La
Iglesia católica habla del advenimiento del Fin del Mundo, según profetiza el
Libro del Apocalipsis y tal como lo anunciaba el Evangelio de San Juan: “…voy, pues, a preparar
lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os
tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan
14:2-3). No sé si ha sido Dios o
no, pero el hecho cierto es que el mundo se acaba.
Mi barco llegó a una de las treinta y tres remotas
islas que forman Kiribati, en el Pacífico Sur. Un país idílico y poco
frecuentado donde aún existen, incluso,
islas deshabitadas. Mi palacio de madera y hojas de palma se yergue
solitario en una playa de arenas blancas y palmeras. Las islas están
desapareciendo bajo las aguas, el nivel del mar sube unos centímetros cada año,
no sé si mi isla desaparecerá antes de la eclosión total del resto de la
Tierra. Liquidé todos mis tesoros y solo traje conmigo lo necesario para
establecerme cómodamente en la isla y un barco para navegar y acercarme a la
capital cuando es necesario. Conmigo solo habitan la isla los peces de colores de sus aguas, las manta
rayas y los galápagos. Por el cielo surcan el aire cientos de especies de aves
y llamativas mariposas. No hay animales salvajes o peligrosos en tierra, salvo
algún huidizo lagarto. Mi dieta es rica en pescado y marisco, aunque de vez en
cuando, me aprovisiono de carne en el mercado de la ciudad, así como de los
vinos y licores que llegan hasta ella.
En mi playa solo está autorizado a atracar el barco
de Teburoro Mamau, un viejo kiribatiano que, con su mujer, viene toda las
semanas con provisiones y para ayudarme con la limpieza y mantenimiento de mi
casa. No quiero relacionarme con más nadie. Así será hasta que el cielo rojo
como un anochecer, pero a mediodía, vaya cubriéndonos totalmente, hasta que
toda la Tierra sea un reino de sombras.
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