Cántala de nuevo, Diane

¿Habéis visto a alguna mujer jugar al tenis con unos pantalones cortos de vestir y una camisa remangada y con los cuellos subidos? Esa era Annie Hall, o sea, Diane Keaton en la película de 1977 que le valió un Óscar por su interpretación. Había conocido a su director, Woody Allen, antes de debutar en el cine, en la obra de teatro para Broadway del mismo Allen, Play it again, Sam. Después salieron juntos y luego fueron amigos toda la vida. Sí, ella también estuvo con Al Pacino, muchos años, y con Warren Beatty, pero con este, sin lugar a dudas el más guapo de los tres, solo poco tiempo alrededor del rodaje de la película Reds, que ambos protagonizaron.

Miro, en la pared de mi estudio un dibujo con una escena de la película Annie Hall pintada por mi hija Carmen, la actriz luce ese estilismo que creó cierta tendencia, con prendas masculinas vintage, el mismo que luce en uno de los fotogramas que acompañan este artículo, con el añadido del sombrero. Puede que Diane Keaton fuese una de las actrices peor vestidas de la historia, pero sin duda con una personalidad única y un estilo propio. A mí siempre me pareció la típica piji-progre neoyorkina, aunque en realidad había nacido en 1946 en Los Ángeles. Su colaboración con Allen le hizo participar en numerosas comedias de la primera etapa del creador neoyorkino, como colofón, tras Annie Hall, mi favorita, Manhattan (1979). 

Antes de todo eso había participado en las dos primeras películas, las buenas, de la saga El Padrino, precisamente como pareja de Michel Corleone (Al Pacino), unos papeles más o menos irrelevantes que, sin embargo, le dieron visibilidad en el mundillo. Pero para mí, Diane Keaton siempre será la chica de Woody Allen y sus maravillosas películas. Luego llegaría la sosaina de Mia Farrow a estropearlo casi todo.

En su madurez Diane Keaton protagonizó varias comedias de éxito donde destacaba su glamur muy por encima de guiones tan simplones y comerciales. Nunca le vi química con ninguno de sus acompañantes en esas cintas, ni con Steve Martin, ni con Robert de Niro, por favor…, ni con un hinchado Andy García, ni tan siquiera con Jack Nicholson. Películas supongo que alimenticias para una actriz que quizás hubiese encajado mejor en films de corte más intelectual e independiente, o quizás no había papeles de ese tipo, quién sabe.

Me gustaría compartir una cena en Elaine’s con ella, y con Allen, y con alguna pareja más de esos intelectuales snobs, universitarios izquierdosos a la violeta de Nueva York, para beber vino francés y charlar de Eugene O’Neill o de la música de George Gershwin. Apretados en una mesa pequeña, llena de copas, platos y ceniceros, porque entonces aún se podía fumar en los bares y restaurantes, porque como decía Isaac Davis (Woody Allen): “Ya sé que no fumo, no me trago el humo porque produce cáncer, pero me encuentro increíblemente atractivo con un cigarrillo, así que siempre procuro tener uno entre los dedos”. Después iríamos a tomar una copa a un garito de jazz con luces suaves y el humo flotando en el ambiente, con veladores redondos con lamparita en medio y Diane cantará una suave canción en el escenario, mientras un camarero derriba un vaso de whisky con soda sin querer.

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