Relatos italianos. Crónica 1: Bolonia la roja (1ª parte)

Vaya por delante, al comenzar esta serie de crónica de viajes de este verano por el norte de Italia, o casi norte, que no soy en absoluto partidario de viajar a casi ningún destino en verano y menos en agosto. Visitar ciudades bellas, llenas de turistas, de los que nos convertimos en uno más sin remedio, y con el calor que, no nos engañemos, en esta época del año hace en todas partes, es un tanto penoso. Añade a todo eso el coñazo de viajar en las ahora habituales líneas aéreas de bajo coste (viajes para tiesos, les llamo) Yo, que odio hacer cola, que me voy de la pescadería si hay más de cuatro o cinco personas por delante, transijo en lo que no me gusta cediendo a circunstancias mayores. Luego, por supuesto ¿quién en su sano juicio estético renunciaría a la posibilidad de recorrer algunas de las ciudades más bellas de Italia, o sea, del mundo, aunque sea en agosto?

Pues ahí estaba yo, convertido en eso que tanto critico de mi ciudad (y no citemos ahora lo de la paja en el ojo ajeno) convertido por obra y gracia del verano en un guiri más, habitando en un piso turístico y, móvil en mano, recorriendo el casco histórico de Bolonia, de Verona, de Venecia, de Florencia, siguiendo la corriente humana del momento y del lugar. Y dirán ustedes a la vista de todo este rollo inicial por qué lo hace si no le gusta, eso digo yo. 

Mercado delle erbe

Pero vayamos a lo mollar. Y no escatimaré en contar lo bueno y también lo menos bueno, porque para que todo parezca maravilloso y de color de rosa ya están las instagramers. Lo primero, en Bolonia en Agosto hace mucho calor, pero un calor poco llevadero, pegajoso y húmedo, tipo Barcelona en la misma época, con un agravante, apenas hay aires acondicionados, ni en las casas, ni en los bares.

Otra cosa peculiar, ese ambiente como de los setenta que se respira en algunos sitios, sobre todo en las estaciones de tren. Y aquí viene un punto que me ha cautivado, la red de trenes de alta velocidad que a diario te pueden llevar en poco tiempo de una ciudad a otra, qué envidia, cuando iba cómodamente sentado mirando por la ventanilla el paisaje de la Emilia Romagna, de la Toscana o del Veneto, me acordaba de los trenes de España en general y de mis queridas Andalucía y Extremadura en particular, qué diferencia. Ciudades como Bolonia y Florencia, con la mitad de población ambas que Sevilla, con unas estaciones de trenes inmensas, con enlaces a cualquier parte, a diario y a varias horas, estaciones llenas siempre de gente. Trenes rápidos, puntuales habitualmente y con precios muy sensatos.

Garibaldi
Bolonia, como las ciudades que citaré en mis próximas crónicas, respira espíritu medieval, centros históricos cuidados y una sensación norteña en el sentido mediterráneo de una Cataluña o unas Islas Baleares. Piedra, colores pardos, tierras y rojizos. En este sentido Bolonia es una ciudad peculiar, no solo por sus calles llenas de soportales, sino por una configuración que se vio tratada, después del deterioro sufrido durante la Segunda Guerra Mundial, por un ambicioso plan urbanístico que fue referencia internacional de intervención urbana en un casco histórico, desde un punto de vista políticamente de izquierdas, no olvidemos que la ciudad es un referente de la izquierda italiana (la ciudad fue gobernada por el Partido Comunista Italiano durante 54 años de manera ininterrumpida) “Bolonia la roja” en el doble sentido, el político y el del tono predominante de su arquitectura basada fundamentalmente en el ladrillo rojizo.

En Bolonia nació, en 1088, la primera universidad de Europa. Su tradición intelectual es de siglos. Su situación clave en el centro de la llanura padana la hizo referencia norte de los Estados Pontificios, hasta que se integró en el siglo XIX en la naciente nueva Italia unificada. Hay una magnífica estatua ecuestre de Garibaldi en la Vía de la Independencia, obra del escultor, Arnaldo Zocchi.

Llegamos a Bolonia al atardecer. Desde su aeropuerto, que a todas luces se queda pequeño en verano, un taxista poco simpático pero eficaz, nos conduce rápidamente a nuestro destino. Por el camino me quedo sorprendido de que una avenida se llame “de Stalingrado”, luego otros detalles me revelarán el sesgo político de sus históricos dirigentes de posguerra. 

Nuestro piso, amplio, suelo de parqué, techos altos, amplías habitaciones, mal amueblado, con un jardín comunal, como suele ser habitual en las casas de allí, está en una calle donde se ubica un hospital, moderno pero con rastros en sus edificios, de que la zona ha sido sanitaria desde décadas. Unos soportales bellos, como todos los boloñeses, me hacen pensar en aquello que obsesionaba al pintor renacentista Paolo Uccello, la perspectiva.

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