Relatos italianos. Crónica 3: Florencia, mármoles y gigantes

La Toscana. En todos los imaginarios de un viajero romántico, amante del arte, la Toscana. Y Florencia… querida, amada, añorada. Uno no puede llegar junto a la fuente de Neptuno, a las puertas del Palazzo Vecchio y no recordar aquella pelea de jóvenes bellos, a navaja, en el comienzo de ‘Una habitación con vistas’ (James Ivory, 1985) y a esa bella y delicada damisela británica, Lucy Honey Church (¡ah! Elena Bonham Carter) refugiada y asustada bajo el techo de la Loggia de las estatuas. Para disfrutar de ello, hay que intentar abstraerse de las masas de turistas que pululan por todas partes, lo sé, es muy difícil disfrutar del magnífico Perseo de Cellini con una señora sentada al lado en chanclas y camiseta multicolor comiéndose un helado, a un tipo con pantalón corto y camiseta de tirantas mostrándote sus pelambreras sobacales y niños para arriba y para abajo. Pero Florencia puede con todo, o casi. 

La ciudad parece estar hecha para gigantes y por gigantes. La grandeza del Renacimiento florentino, la ambición y poderío de los Medici, la grandiosidad de Miguel Ángel. Parece que todo fue obra de atlantes, de titanes. Medidas desmesuradas que aún parecen más grandes recubiertas del lujo marmóreo de las piedras de Carrara. Mármoles veteados de colores que convierten al Duomo, al Campanile, al Baptisterio, en joyeros maravillosos que un mago ha convertido en piezas gigantes.

En un casco antiguo lleno de bellos rincones, la catedral de Santa Maria del Fiore, parece navegar con su palo mayor, el grácil Campanile de Giotto y su puente de mando, altivo y bello, “Il Cupolone”, la cúpula diseñada por Brunelleschi marcando la línea del cielo florentina con su llamativo recubrimiento de tejas de barro rojo, subrayada por las nervaduras de piedra blanca. Parece más pequeña de cerca que de lejos. Es difícil librarse del “síndrome de Stendhal” y digerir tanta belleza en un solo menú.

Volvamos a la Signoria, verdadero centro social de la ciudad, más que la plaza del Duomo. Saludemos al David de Miguel Ángel (réplica), al Hércules derrotando a Caco de Bandinelli, al citado Neptuno de la fuente, obra de Bartolomeo Ammannati, al Perseo ya también nombrado del excelso Benvenuto Cellini… Esplendor del Cinquecento florentino, apabullante muestra de un recorrido por la simbología laica de un país tan católico como Italia.

La Galería de los Uffizi no es un museo cualquiera, es una muestra del surgimiento de como se ordena una maravillosa colección de piezas artísticas para el disfrute del público en general. Un sitio peculiar de visitar por sí mismo, en sus galerías paralelas el visitante se maravillará ante tesoros del arte que, más allá de las obras más mediáticas, nos muestran con generosidad el desarrollo de la pintura y la escultura en Italia desde la época helenística. Puedes encontrarte una cola para entrar en la sala joyero, la Tribuna de Buontalenti,  donde se muestra la Venus de los Medici, pero en la sala de al lado, podemos extasiarnos, mientras montones de orientales se hacen selfis ante la Alegoría de la primavera de Boticelli, de una majestuosa Anunciación del pintor florentino del Quattrocento a la que casi nadie le echa cuenta y que es una obra maestra de sutileza y composición. Luego vendrán, entre otros, Leonardo da Vinci, Rafael Sanzio, Miguel Ángel Buonarroti, eso sí que es un tridente galáctico. Te tomas un respiro al pasar de una galería a otra en la esquina de los ventanales que te ofrecen una magnífica perspectiva del Ponte Vecchio y del río Arno, que fluye, sereno y ancho bajo las arcadas del puente, fijándote en los tonos sienas y amarillos de las casitas que se ubican sobre él y que acogen, como comprobaremos después entre otro mar de turistas, multitud de bellas y pequeñas tiendas de joyería. Una lamentable curiosidad, muchos se pierden casi la mitad del museo porque, la visita comienza desde las galerías superiores, en vez de bajar al piso inferior, salen a la calle por la terraza del bar, ojo que te puedes perder, entre otras decenas de obras maestras, las pinturas de Caravaggio. La ventaja es que estas salas están mucho más despejadas que las de arriba. 

Hagamos un descanso para el avituallamiento. Una de las dificultades cuando se visita una ciudad de estas características es saber distinguir entre locales de hostelería para guiris y los más auténticos. Por supuesto fíate poco de esos portales web tan famosos, entonces ¿qué? Tres cosas, que te informe algún conocido del lugar que sepa, que hayas hecho los deberes con una buena investigación previa al viaje o que tengas intuición gastronómica y suerte. Iba a decir también que fijándose en la clientela, pero al centro de Florencia, más en pleno agosto, le pasa lo mismo que al de muchas otras ciudades turísticas, parece que no vive nadie local en ellos, idea reforzada por la falta absoluta de tiendas digamos que necesarias para el vivir cotidiano, fruterías, carnicerías, supermercados, droguerías, ferreterías, nada de eso hay en el centro de Florencia, más allá de restaurantes, tiendas de souvenirs y otros comercios de moda, heladerías y demás.

No fue mala elección la pequeña Trattoria San Lorenzo, un bonito local en la esquina de Vía Borgo San Lorenzo con la plaza del mismo nombre, donde se encuentra la basílica dedicada al santo, muy significativo en agosto. Gente con oficio, camareros de una edad, con saber y manejo del asunto. Buena la cerveza Spina Grande, el vino por copas y los platos. Por cierto y más allá de la pasta, magnífica por cierto, es típico de la ciudad la Bistecca a la fiorentina, lomo de buey de buen grosor a la parrilla, tiene que ver, por cierto, con la festividad de San Lorenzo, ya saben, martirizado a fuego lento.

Florencia también nos puede ofrecer bellos rincones sin demasiada gente. Cruzamos al otro lado del río para, desde una bonita terraza, tomar un Spritz frente a los Uffizi. Caminamos hacia el este para cruzar de nuevo el Arno, por el puente paralelo al Vecchio, Ponte de la Grazie, y pasar por la gran Biblioteca Nacional Central de Florencia

albergada en un edificio neoclásico de principios del XVIII, buscando la basílica franciscana de Santa Croce, para, en su amplia plaza, contemplar el atardecer florentino junto a la estatua de Dante. Antes de llegar a la estación de tren, concurridísima también y con un sabor de tiempos pasados, descansamos en un banco de los jardines que están delante, en otra gran plaza, de Santa María Novella, otra joya de mármoles bicolores donde, entre otros, tuvo intervención decisiva el gran arquitecto, León Bautista Alberti. En el interior frescos de Masaccio, Ucello y Ghirlandaio, pintor este enterrado en la misma basílica, entre otras obras de maestros renacentistas.

Dejamos con pena Florencia, sus colosos, sus iglesias de mármoles blancos y verdes. Recordando, como las puertas del baptisterio del Duomo, que estamos en la entrada del Paraíso.

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