Relatos italianos. Crónica 5: Venecia, la frontera de los sueños

Todos los caminos terminan siempre ante un mar, un océano ignoto que nos atrae y nos da miedo a la vez. Aunque nuestra meta sea una ermita medieval en un monte perdido, o el pico más alto de una continental cadena montañosa, en ambos casos siempre hay un camino para seguir adelante. Pero al llegar al mar ya no hay más camino por andar, aventurarse en sus aguas o volver nuestros pasos atrás es la única alternativa. Y eso es Venecia, el final, grandioso y magnífico, de nuestro camino por el Norte de Italia

Venecia es la máxima evolución desde los palafitos prehistóricos, que ya clavaban sus pilotes en la Llanura Padana. A ese rincón del Adriático llegamos en tren por ese istmo donde ya el mar, de aguas tranquilas con sabor a marisma, nos rodea. La estación nos expulsa como un útero mágico, a la vida luminosa de las piedras de puentes, iglesias y palacios, órganos vitales que cobran vida con las venas y las arterias azules verdosas de los canales. Un mundo sin automóviles, una ciudad de calles y plazas peatonales y vías de aguas surcadas por lanchas y góndolas. Venecia no es el límite de los sueños, porque estos no tienen límites, es la frontera a parajes inexplorados de nuestra mente ¿Qué se puede soñar más fantástico que Venecia?

Consigue la ciudad lo que no consiguió Florencia, que casi me abstraiga de la marea humana que copa sus sitios más emblemáticos, que deambula por las estrechas calles como el agua circula por sus canales, en ríos convergentes que van a dar al mar de la Plaza de San Marcos, donde nos reciben los noventa y ocho metros y medio de su Campanile. La Basílica, con sus cúpulas bulbosas, nos muestran el esplendor de la que, probablemente, haya sido la república con más pinta de monarquía de la historia. Un lujo orientalizante en su magnificencia bizantinista, que se nos revela en la penumbra de reflejos dorados de su espectacular interior. Entre ella y el mar, el Palacio Ducal, una muestra excelsa de arquitectura veneciana, con esos arcos apuntados, tan refinados y clásicos, que se mimetizan con el aire renacentista. Es una constante en la ciudad, una fusión suave y elegante, entre lo medieval y lo renacentista de manera tan exquisita como tan solo se da en Italia, y aquí especialmente. 

Asomados al pretil del embarcadero, se abre el Gran Canal, junto a nosotros, una gaviota parece también mirar, abstraída por la belleza del momento, hacia la silueta perfilada por el Sol en el horizonte, de Santa María della Salute, la gran iglesia construida para conmemorar el final de la gran peste de 1631. Enfermedad azote de una ciudad a merced de las mareas, de  la que los venecianos también han sabido sacar una de sus máscaras para su famoso Carnaval, la del médico de la peste negra, con sus largas narices como picos de aves acuáticas.

Cada parroquia veneciana guarda en el interior del barrio (sestiere) una plazuela, una iglesia. Todas tienen algún atractivo, tanto en su exterior, como en unos increíbles interiores donde, amén del encanto del conjunto, te puedes encontrar de pronto  con un delicioso fresco obra de Giovanni Bellini (Virgen y Niño con santos) con la delicada expresión de la Escuela Veneciana, con sus amarillos, azules y rojos característicos. Está en la iglesia de San Zacarías, que contiene en su cripta las tumbas de ocho dogos (Duque dirigente de la República de Venecia). 

Bordear los límites de lo cursi y lo relamido en un caso como el veneciano es difícil, pero la ciudad lo logra con creces, su belleza y misterioso encanto es tal, que no solo consigue sobreponerse a la marea turística, quizás tan dañina como las mareas que corroen sus cimientos, sino que también lo hace a esos tópicos románticos, a esas canciones dulzonas, a esos gondoleros cantantes que llevan a tipos en camiseta y damas con chanclas. Porque Venecia puede con todo eso y más.


Palacios, iglesias y canales. Pero también pequeños restaurantes, hotelitos para soñar una aventura apasionada con quien nos hace mover los pies cuando estamos sentados. Jardines tras una tapia que nos oculta al mundo bullanguero del exterior mientras saboreamos un Bellini, otra gran obra, como el Carpaccio, que creó en el Harry’s Bar veneciano, esa leyenda de la hostelería local y mundial que fue Giuseppe Cipriani. Venecia glamour, del Harry’s bar, con Hemingway y Orson Wells acodados en su barra. De la playa del Lido donde un depresivo Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde) mira como en la orilla el joven Tadzio compone sobre las olas, contra el sol, el perfil del David de Donatello. De la pareja que mira, con los ojos absortos, su alrededor, mientras un sonriente conserje le entrega la llave de su habitación en la recepción del hotel Danieli… 

Los puentes de Venecia son una pasarela entre un sueño y otro, entre un rincón que no quieres abandonar y la ansiedad por descubrir uno nuevo. Desde las arcadas del Puente Rialto me gustaría ver como emerge la cabeza, gigante y teatral, de esa reina del Carnaval que Fellini crea en su Casanova (1976) qué gran Donald Sutherland.

Quiero volver, quiero saber que se siente traspasando la frontera de la puerta del cementerio de la Isla de San Michele (La isla de los muertos) esa conjunción cromática de ladrillos rojizos, molduras blancas y el verde de los cipreses emergiendo por detrás. Por sus silenciosas calles, mostraré mis respetos, junto a Franco Battiato desde la Perspectiva Nevsky, a Stravinski y a su amigo, el bailarín Diaghilev. Saludaré, firme y en pie, al poeta Ezra Pound y evocaré la escuela argentina del futbol del maestro, Helenio Herrera (con diez se juega mejor). Por el Gran Canal se acerca una góndola de elegantes ángeles dorados, con un ataúd velado de cortinajes negros, con dos gondoleros de galas fúnebres, traen, tan solo con el rumor de los remos en el agua, el grácil cuerpo inerte de Millie (Alison Elliot) para que repose eternamente en la isla (‘Las alas de la paloma’, 1997, película de Iain Softley basada en una novela de Henry James)


No nos despidamos tristemente, no lo merece ciudad tan bella. Nos sentamos en Caffé al Ponte del Lovo y elegimos unos cannoli variados, acompañado de un café con leche, una casa fundada en 1750 que nos depara un oasis entre callejas atestadas de turistas. Surcamos las aguas del Canal, para luego, subir al tren que nos devolverá en sus vías sobre el agua, atardeciendo al mundo de la realidad.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Exposición 25 Aniversario de la Asociación Muestra de Arte Plaza del Museo

Nace Bocadi-Yeah!! En el Mercado de Triana

Bodeguita Los Caracoles, gran bar de tapas en Sevilla