Relatos italianos. Crónica 2: Verona, un balcón de teatro

Esperamos el autobús 33 en una parada situada en una avenida que es para Bolonia lo que la Ronda para Sevilla, circunvalando el casco antiguo. Su muralla de ladrillos rojizos está jalonada por varias puertas antiguas de arcos apuntados. El 33 que se supone nos llevaría hasta la estación de trenes para coger el de Verona, nos dejó una parada antes. Era 2 de Agosto. A la bajada del puente que lleva a la estación, la policía tenía cortado el acceso a los vehículos, un poco más allá, una multitud llenaba la avenida y la Piazza delle Medaglie D’Oro, donde está la entrada a la histórica estación donde en esa misma fecha pero de 1980, tuvo lugar un terrible atentado terrorista que provocó la muerte de ochenta y cinco  personas y más de doscientos heridos. Orillando la concentración, mientras una voz de hombre hablaba a la multitud portadora de estandartes y pancartas, fuimos en busca de nuestro tren. 
Balcón de Julieta

En poco más de una hora de viaje hacia el norte, llegamos a Verona, ya en el Veneto. Un autobús nos llevó en un corto recorrido desde la ciudad nueva, moderna, hasta la Verona histórica, que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, a la que rodea el caudaloso río Adigio, desde cuyo Ponte Pietra, pudimos contemplar unas bellas vistas. Nos bajamos frente a la fortaleza de Castelvecchio, hoy museo. Una bonita calle, con una acera porticada a la derecha y una línea de pequeños restaurantes en la izquierda, nos lleva en pocos minutos hasta la inmensa Plaza Brà.

Santa Ambrosia
En la Plaza Brà tenemos un resumen del espíritu que transmite esta ciudad, “pequeña Roma” la llaman los italianos. A mí se me antoja un cruce entre Roma, la típica ciudad del norte de Italia y un guiño con cierto aire de Costa Azul. La Arena de Verona, antiguo anfiteatro romano y hoy sede de importantes citas musicales, centra la plaza, con unos jardines donde se encuentra la estatua ecuestre de Vittorio Emanuele II, bordeada, en contraste, por imponentes edificios de aspecto neoclásico, como el monumental Palazzo Barbieri. En su costado izquierdo, como una rive gauche veronesa, se suceden cafeterías y restaurantes, algunos de estos, como el clásico Vittorio Emanuele, fundado en 1895, muestra la grandiosidad decadente de las grandes óperas clásicas de la Arena, con sus lámparas de araña, sus salones revestidos de maderas y adornos florales, sus mesas vestidas con níveas mantelerías, sus camareros de impoluta chaquetilla, nos permite mirar hacia la Arena mientras nos tomamos un espresso  o un Negroni, depende del ánimo y la hora (Haré un relato especial, y final, sobre los vinos y la gastronomía probada en el viaje, aunque dé unas pinceladas en estas crónicas).

Nos adentramos por la zona peatonal llena de comercios que, como nos ocurrirá en las demás ciudades italianas visitadas, lejos de las franquicias de ropa barata que hoy imperan en cualquier ciudad española, está jalonada de marcas de lujo y antiguos comercios locales, donde me llaman la atención las encantadoras tiendas de ropa masculina, algunas centenarias. Desembocamos en la Piazza delle Erbe (de las hierbas), mercado medieval al aire libre donde igual podemos comprar un souvenir turístico que unas verduras.  

Río Adigio

Vamos en busca de la Casa de Julieta y su famoso balcón. Hasta los alumnos de la LOGSE habrán odio hablar de la tragedia romántica del bardo, William Shakespeare, aunque les suene solo de la versión tipo traficantes de Miami del guapito (entonces) Leonardo Di Caprio. No les voy a decir que no vayan, porque irán de todas formas, pero prepárense para una cola de turistas horteras esperando para el selfie en el balcón y, lo peor, la foto tocándole las tetas de manera chabacana a la estatua de bronce de la pobre adolescente. Sí amigas y amigos, Romeo y Julieta es ficción como Don Quijote, aunque algunos piensen que hay molinos en La Mancha por donde realmente transitó el hidalgo caballero.

Plaza Brà
Perderse por las calles de la vieja Verona, como por las de cualquiera de las ciudades de las visitadas en este periplo, es encontrarse de pronto con un palacio peculiar, con una bella iglesia y, en definitiva, por ese cuidado gusto italiano en cualquier detalle, con un diseño exquisito en el mismo llamador de una noble puerta de roble, en la moldura del voladizo de una cornisa, en la columna que sirve de canto a una esquina… Todo ello se puede sintetizar en una iglesia comenzada en el siglo XIII e inacabada en su fachada, me refiero a Santa Anastasia, en cuyo exterior podemos ver en alto, el sarcófago de Guglielmo da Castelbarco, bajo dosel gótico. En el interior, sus impresionantes tres naves, se elevan sobre robustos pilares redondos culminados por bóvedas de crucería bellamente decoradas.  
Arca de Cansignorio

Callejas que nos invitan a entrar de pronto, azuza el hambre, en una osteria (ya hablaré de la diferencia entre osteria, trattoria y ristorante) como la Sgarzarie, donde probamos la carne de caballo en un típico Sfilacci (tiras muy finas de carne seca cocidas al vapor) y uno de los platos más emblemáticos de la zona, el Risotto al amarone, un arroz al que da su color característico el vino tinto tradicional veronés, el amarone. Un anticipo sobre la pasta, jamás había probado una carbonara como las que he probado en Italia, poco que ver con lo que hacemos por aquí.

Un rápido y cómodo Frecciarossa de Trenitalia, nos devuelve a Bolonia con las ganas de volver a Verona en época menos turística (¿existe eso ya?) y de tomarnos un helado artesano en la Cremeria Santo Stefano.

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