Aparición de Bugy en la noche de San Juan

De pronto, por la rendija ancha que había dejado entre el poyete de la ventana y la persiana calada, llegó un nítido olor de tierra húmeda, supe que la lluvia llegaba. Al instante, una fina llovizna rebotaba en los azulejos vidriados verde oliva y me refrescaba el torso desnudo y la cara, en la noche de San Juan. Recostado en mis tres habituales almohadones, leyendo el libro del momento, una novela llena del glamour parisino en el Ritz, a pesar de la ocupación alemana. Un rayo iluminó fugazmente la calle, una luz blanquecina reveló las ventanas cerradas de enfrente y, casi al unísono, estalló el sonido de un trueno, rotundo y colosal, una sonrisa de satisfacción me alargó el gesto de la boca.

Sentí que el viejo Bugy, mi querido y añorado foxterrier callejero, entraba en mi dormitorio, este cuarto de adolescente que habito desde hace meses, como aquel de la casa paterna, donde también se metía debajo de mi cama a dormir, no sin antes, como era su costumbre habitual, saludarme con su hocico húmedo y fresco y esa mirada fija, como para romper a hablar, esperando inmóvil la caricia en la frente, con sus dos orejas enhiestas, apuntadas como arcos góticos. Ojalá, viejo amigo, pudiese volver a pasarte mis dedos por los sedosos pelos blanquísimos de tu pecho. 

La tormenta no acaba de romper, mientras el reloj gira sus manecillas lentamente hacia la madrugada. Me defrauda la noche, como me defrauda la vida. Aunque después vuelve a llover, no parece que sea suficiente para borrar el pasado, para limpiar las conciencias, para dejar las calles como un cuaderno nuevo, por estrenar. No quiero mirar debajo de la cama, no sea que tú tampoco estés conmigo en realidad.

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