Tiburón en el cine Villasís de Sevilla

El 20 de Junio de 1975 se estrenó la película Tiburón en el cine Villasís de Sevilla. Entonces al lado estaba aún el hotel Luz Sevilla, una obra del arquitecto, Eleuterio Población, que se edificó en 1966 sobre el solar que había sido palacio señorial y, posteriormente, colegio de los jesuitas, antes del traslado al Porta Coeli de la avenida Eduardo Dato. Todo aquello había sido adquirido por el Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Sevilla en 1958. El moderno proyecto, a escasos metros del centro neurálgico de la ciudad, la Campana, comprendía también un cine actual y confortable con una sala de casi ochocientas butacas. La Caja de Ahorros decidió demoler el cine Villasís en 1977 y construir oficinas para la entidad, a la vez que el hotel Luz se transformaba en un edificio de viviendas particulares, donde por cierto tenía un coqueto ático mi amiga la pintora, Teresa Lafita. Hoy en los bajos del desaparecido pasaje comercial, hay una tienda Decathlon, el signo de los tiempos.

Conservo aún la entrada del día que fui a ver la película (la foto acompaña estas líneas), el corte del portero del cine, se ve que no tenía la maquinita esa perforadora que empleaban otras, ha cortado el sello del mes y el año, pero no el día, 21, así que si no recuerdo mal fue al día siguiente de su estreno, en Junio de 1975. Lógico teniendo en cuenta que el tradicional día de estreno en los cines, viernes, fue día 20, por tanto el sábado 21, no había colegio, fue el elegido para ir. Me invitó un compañero de los Salesianos de Triana, no estaba en mi clase, yo estaba en la A, él en el C si no recuerdo mal, pero nos hicimos amigos en el comedor, compartiendo la comida que nos ponían nuestras madres en las fiambreras y el rato posterior en un poyete de la calle Sánchez Arjona, junto a los billares (hoy tienda de droguería) antes de volver a clase. 

Pedro, que así se llamaba mi amigo, vivía en Nervión, concretamente en pisos que eran de empleados de telefónica en la larguísima calle Beatriz de Suabia. Aquel sábado le acompañaban dos chicas de su pandilla, era una especie de cita a ciegas para mí, encuentro que dio sus frutos en mi integración en un grupo de amigos estupendos, que dieron magníficos días de guateques en sus casas, de ratos en la bolera de Piscinas Sevilla o deambulando por el barrio, gracias a ellos conocí un bar que todavía visito, 50 años después, Casa Guillermo, uno de esos sitios de barrio de barra protagonista y tapas variadas llenando una pizarra, que salen de una cocina diminuta, siempre en mi mente sus champis rellenos.

Volvamos a la bonita costa de Martha’s Vineyard en Massachusetts (y ahora podríamos poner de fondo la canción de los Bee Gees, que muchos no sabrán que son británicos y no estadounidenses) El día de la película recuerdo mi terno, unos vaqueros Wrangler y una sudadera (entonces no se solían llamar así) de terciopelo azul (como la película de David Lynch del 86) no se rían. No recuerdo la camisa, ni el tipo de calzado que llevaba, aunque no me extrañaría que fuesen unos mocasines tipo Castellanos. La pantalla se llenó de un cielo y un mar azul, una playa de suave arena, un pueblito encantador donde iban llegando cientos de veraneantes en el ferry, que desembarcaban a pie, en coche o en bicicleta.

Todo se complicó cuando, desde una cámara submarina y una insistente musiquilla de suspense, intuimos la aparición del gran escualo. La cosa prometía porque los ataques del tiburón propiciaban el acercamiento de nuestra compañera de asiento, que se agarraba a nuestro brazo mientras emitía un pequeño grito de espanto. El olor embriagador del champú de su pelo, el aroma fresco de su colonia de baño y el roce de una piel tersa, suave… era una sensación que reconfortaba el alma y excitaba todo lo demás en un chico de catorce años con las hormonas en ebullición.

Gracias a Steven Spielberg por aquella película, por aquel día de cine, por aquella tarde de sábado. No en balde mi entrada de aquel día presagiaba cosas favorables, era la butaca 7 de la fila 7, mi número favorito.

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